Javier Díaz-Albertini

Cuando éramos niños, nos molestaba la formalidad que nuestros padres inculcaban en nuestras interacciones cotidianas. Por ejemplo, si nos cruzábamos con el jardinero y no lo saludábamos, exigían que regresáramos y lo hiciéramos aun en la adolescencia. Estos nos parecían ritos forzados y sin sentido.

No nos dábamos cuenta de que nos estaban enseñando el trato ciudadano en el espacio público. Más que un formalismo, era un acto cívico.

En primer lugar, porque nos obligaban a reconocer al otro, no importando su situación social... Por el contrario, no saludar era una forma de ningunear, de rebajar al otro a una situación de no existencia. En pocas palabras, negar su presencia en el foro público, echar al tacho la igualdad.

Con el tiempo nos dimos cuenta de que estos formalismos nos permitían ubicarnos en un mismo plano y eran un preámbulo necesario para el diálogo entre iguales. Recientemente, no obstante, para muchos el trato cívico e igualitario se ha transformado en un signo de debilidad.

Ser fuerte implica ahora vociferar, reunir una turba, insultar e impedir la presentación de ideas que no me gustan. Muchas veces en este espacio he insistido en que el trato que nos damos unos a otros en el espacio público y político es una medida del nivel de ciudadanía y democracia en una sociedad.

En una columna me expresé críticamente sobre cómo la presidenta defendía el derecho de su hermano a hacer lo que le venía en gana. Esta actitud abre la puerta a comportamientos como la mentada de madre a un opositor que la calificó de corrupta en un acto público.

¡Y ni qué hablar de grupetes como La Resistencia! Cuyos matones han atemorizado a figuras públicas por expresar ideas y opiniones con las que están en desacuerdo, interrumpiendo foros públicos o su derecho a la privacidad.

No sé por qué nos llama la atención, si en el día a día los ciudadanos de a pie nos maltratamos y faltamos el respeto con total naturalidad.

Es decir, no es un comportamiento limitado al mundo político y a las autoridades. Es claro que, si no aprendemos a tratarnos, tampoco aprenderemos a ser ciudadanos.

Si la tolerancia no nos lleva a aceptar y respetar al que piensa diferente, entonces no estamos en condiciones de construir una nación unida.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Javier Díaz-Albertini es Ph. D. en Sociología