Patricia del Río

En estos tiempos de conquista de los derechos de la mujer, los hombres también han tenido que reevaluar sus roles. No es lo mismo ser un todopoderoso, que uno que comparte su vida con una trabajadora que aporta a la economía familiar. Se trata de una situación nueva, que genera inseguridad y que ha provocado que cierto sector conservador mire con horror los privilegios perdidos y emprenda luchas de reconquista agotadoras.

Estas aspiraciones reivindicativas están obviando el hecho de que, si bien las masculinidades tradicionales están en crisis, las nuevas, las que se forjan en este escenario, les han traído ventajas a ellos. Hoy los hombres pueden elegir con más libertad lo que quieren ser. A pesar de que persisten los prejuicios, a los hijos que eligen ser artistas o músicos no se les mira como si fueran el desastre de la familia. Hoy su iniciación sexual no pasa necesariamente por hacerse hombrecitos en un prostíbulo con una mujer a la que no conocen ni les gusta. Hoy los hombres pueden llorar, abrazar a sus hijos, quererlos e involucrarse en su crianza; porque esta ya no se asume como un trabajo exclusivo de la madre. No estamos en un punto ideal, todavía persiste la idea de que si un padre va a las reuniones escolares es un héroe al que hay que aplaudir, en cambio, si la mamá hace lo mismo, solo está cumpliendo con lo que le toca. Los roles se comparten, pero no se valoran por igual. Señal de que avanzamos y de que aún falta.

Lo triste es que, mientras se impulsan iniciativas para retomar el control absoluto de las decisiones y ser los dueños del poder, se está empoderando lo peor de esa masculinidad dañina que iba quedando atrás. No se está preparando el retorno del padre recto y frío, sino el del abusivo y maltratador. Con el argumento de defender la familia tradicional y recuperar no sé qué valores, se ha impuesto una retórica del matonismo que viene apoderándose de espacios públicos y privados.

Por eso, en lugar de retomar valores como la valentía y la fortaleza ligados desde siempre a la masculinidad, pretenden reemplazarlos por la grosería y la agresividad. Y, ahí donde había cierto consenso de que la sociedad debía cambiar a través de la educación, el debate y el civismo, se ha impuesto la idea de que los diálogos son mariconadas para darle paso a la bala, el insulto y la intolerancia.

Resultado de esta nueva narrativa de la conquista del poder por la fuerza bruta es un escenario político donde hombres y mujeres compiten por ver quién humilla más, maltrata más, pisotea más. A la lógica de funcionario o autoridad que rendía cuentas, o por lo menos intentaba hacerlo, la ha superado la lógica del padre autoritario que se impone con argumentos abusivos como “se hace así porque me da la gana” o el típico “a ti qué mierda te importa” con el que se manda a volar a los hijos cuando estos lo cuestionan. No es casualidad que Antauro Humala, Aníbal Torres, Rafael López Aliaga, Maricarmen Alva, Betssy Chávez, y siguen nombres, hayan cobrado protagonismo en el último año; la careta de maltratador no solo ya no da vergüenza, sino que es un gancho.

Si para algo debería servir la celebración del es para que los nuevos papás reflexionen sobre si vale la pena volver a épocas en que educaban amparados en la indiferencia y el miedo, en que les estaba negado abrazar, besar y mostrar sus sentimientos. Este debería ser un buen día para reclamar que no se retroceda, porque en este escenario cavernario las mujeres tenemos mucho que perder, pero los hombres también y muchísimo.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Patricia del Río es periodista

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