La tentación del autoritarismo suele estar siempre en la mira de nuestras autoridades. La aguaitan con lujuria. Pero hay tentaciones pasajeras, que ciertos gobernantes abrazan temporalmente para controlar alguna situación caótica. Lo vimos en el manejo de la pandemia, y ocurre ante eventos de desborde social que requieren soluciones drásticas. No están justificadas, necesitamos aprender a resolver los problemas sin sacrificar nuestra democracia, pero nos da tranquilidad saber que, derrotado el peligro, nuestros derechos serán restituidos.
Dina Boluarte intenta convencernos de que está en esa situación. De que todo lo que ocurre es el resultado de un Estado que responde con descontrol ante una situación desesperada. Repite, hasta el cansancio, que los muertos en protestas, los soldados ahogados, son culpa de unos delincuentes que quieren tomar el país.
Obviamente una narrativa como esta busca colocarla en el lugar de las víctimas y hacerle las cosas más fáciles el día que enfrente un juicio. Sin embargo, cuando dejas demasiada evidencia de que no se trata de una respuesta desesperada, cuando empiezas a engalanar tu práctica represiva con símbolos, arengas institucionales, comunicados con tono dictatorial; entonces se te ve el calzón. Dejas que tu ego de neo déspota empapele de pruebas y evidencias eso que tu discurso y tu carita de bueno intentan ocultar.
Primero vinieron las muertes en Apurímac, luego de unas tímidas disculpas les siguieron las de Ayacucho, se amontonaron las de Puno, la de Lima y uno que otro, por aquí y por allá, que se siguen apilando sobre una ruma de cadáveres que el Gobierno ya ni intenta barrer debajo de la alfombra.
En un gesto, no sé si perverso o indolente, les prometieron a las familias de los caídos un bono, pero alegaron que se trataba de una platita para que se tranquilizaran, no de un gesto de resarcimiento.
A los muertos les han gritado “terrucos” sin saber siquiera sus nombres. Se han zurrado en los informes periodísticos y de los organismos de derechos humanos que dan detalle del uso ilegal de armas de fuego contra la población. Exhiben su bestialismo cada vez más empoderado, con la misma impunidad con la que un chiquillo sicario sube sus fotos a TikTok con el arma con la que acaba de rematar a su última víctima.
En estas semanas, luego de ver cómo les tiraban gas a mujeres aimaras cargando a sus hijos en la espalda, la mandataria permitió que su peor chacal, el ministro de Educación, Óscar Becerra, las compare con animales. En tono amable, propio del torturador que te adula antes de reventarte los dientes, el Ministerio de Cultura y el Ministerio de la Mujer sacaron comunicados “lamentando” los acontecimientos, pero enfatizando que esas madres no pueden llevar a sus hijos a lugares peligrosos. O sea, la misma cantaleta del ministro Becerra, pero con mejores modales.
Finalmente, ante los terribles acontecimientos de los soldados ahogados en el río Ilave, en Puno, en lugar de exigir una investigación transparente y pedir que se aclaren los hechos que podrían involucrar negligencia de parte de los superiores de esos soldados, permitió que se difundiera un video en que se ensalza la labor de las FF.AA., se culpa a la población a la que tildan de asesina y le reclaman a los puneños, muchos de ellos familiares de las víctimas, el haber ejercido violencia contra los que, según el spot, no dispararon ni una bala.
De nada sirve que la presidenta siga evadiendo su compromiso de presentarse ante la fiscalía para declarar sobre los abusos de su gobierno. Resulta inútil que el primer ministro Alberto Otárola, cada vez que le preguntan por un muerto, ponga cara de que se acaba de enterar. El gobierno de Boluarte empezó disparando con miedo, pero hoy se regodea y se publicita. Antes disparaban y pedían tímidas disculpas. Hoy acompañan sus abusos con videítos, autobombo y mucho cinismo.