Hace un par de semanas arriesgaba en esta columna algunos pronósticos sobre lo que podría ocurrir el 19 de julio.
El primero era que ni la CGTP, ni ningún otro gremio o grupo político, podría paralizar la actividad económica del país, como sí ocurrió en 1977. Desde hace décadas, lo ha intentado sin éxito, incluida la convocatoria a una huelga indefinida el 9 de febrero, en el contexto de las protestas violentas de ese momento.
También sostuve que resultaba irreal asumir que vendrían delegaciones de muchos miles, como altaneramente se anunciaban en varias regiones. Al parecer fueron menos de cientos. Hasta donde he podido observar, la marcha en Lima fue de limeños y teniendo como columna vertebral a la CGTP. Me equivoqué, en cambio, en subestimar su convocatoria. No fue multitudinaria, pero sí hubo una asistencia importante. Además, fue mucho menos violenta que las anteriores.
Primera conclusión: se acabaron las denominadas tomas de Lima. Son un modelo fracasado y el mensaje de violencia ahuyenta. Se acabó también, por lo tanto, la eficacia del miedo como argumento para inhibir la asistencia, frecuente en discursos como el del primer ministro Alberto Otárola, usando esta vez los decires delirantes de la camarada ‘Vilma’ en el Vraem.
Saliendo de Lima, lo que hubo fueron marchas en muchas ciudades de casi todas las regiones. En su gran mayoría, sin violencia ni represión policial. No hubo bloqueos importantes de carreteras y las que lo estuvieron se reabrieron. La policía tuvo una actuación muy profesional y exitosa.
Una segunda conclusión: los promotores y actores de la violencia en las protestas políticas de hace unos meses han perdido piso. No lograron marcar el tono de las del 19 de julio. Es una nueva derrota política de los que, a comienzos de año, destruían lo que estaba a su paso, ocultaban el rostro, no querían ninguna negociación y veían una revolución a la vuelta de la esquina, pero no consiguieron nada. Lo es también de Pedro Castillo, que hace unos días clamaba estar secuestrado y cuya libertad y reposición fue la menos presente de todas las demandas.
¿Es una victoria del Gobierno y el Congreso? No creo que haya cambiado un ápice la abrumadora impopularidad de Dina Boluarte y de Otárola, mucho menos la de los congresistas.
La pregunta correcta es, quizás, si el 19 de julio aumentaron o disminuyeron sus posibilidades de llegar al 2026, anhelo compartido entre el Congreso y el Ejecutivo y la base del pacto tácito de no hacerse nada que lo pudiera impedir.
Los organizadores de las marchas (en particular el “sector” CGTP), junto con los que se han hecho llamar los “autoconvocados”, tienen razones para pensar que hay espacio para nuevas protestas, sobre todo si se centran en la renuncia de Boluarte y el adelanto de elecciones generales. Si ello confluye con demandas sociales, pueden tener incluso un impacto mayor.
Es posible, pero no seguro.
Basta con recordar el 5 de abril del 2022, cuando un Castillo acobardado por las movilizaciones que se anunciaban para Lima decidió que 10 millones de limeños y chalacos debían quedarse en sus casas. A media mañana nos fuimos dando cuenta del abuso y la población optó por salir en una enorme demostración de desobediencia civil. Las marchas se autoconvocaban en diferentes zonas y marcharon hacia el centro de Lima, una parte de ella desembocando en la avenida Abancay.
Dado que había sido precedido de protestas en varias regiones, muchos pensamos que habría continuidad. Nada de eso ocurrió y Pedro Castillo siguió hundiéndose en un desagüe de corrupción, desgobierno y cavó, sin ayuda, su tumba política el 7 de diciembre.
La calle, parece, seguirá siendo un actor político, pero no sabemos con cuánto protagonismo.
Y es que, si algo nos enseña la observación de nuestra realidad, es a no sacar conclusiones precipitadas, más aún cuando todos los actores (estatales, políticos y sociales) son débiles, y cuando la situación económica y climática se viene complicada.