Cuando salió elegido Pedro Castillo, la histeria de siempre no quiso entender que, más importante que ser un candidato sin ninguna preparación para el cargo, era que se trataba de un individuo que representaba a millones de peruanos que se habían sentido excluidos del poder. La contundencia del voto que cosechó en lugares donde no lo habían visto ni escuchado no tuvo nada que ver con un paranoico fraude, sino con una natural tendencia a votar por el que se parece más a nuestra forma de vida, por el que ha superado dramas y retos parecidos a los nuestros. No sé por qué a un empresario limeño, perteneciente a la élite social y económica, le cuesta tanto entender que, así como él jamás hubiera votado por Pedro Castillo, un profesor de escuela rural o un transportista informal de Puno jamás hubiera votado por Keiko Fujimori. Simple lógica, en un escenario donde ya no hay propuestas políticas, el criterio para elegir se desplaza hacia la identificación.
Esa identificación fue la carta que se jugó Castillo para ocultar su latrocinio e incapacidad para gobernar, alegando que todos sus fracasos eran responsabilidad de la derecha limeña intolerante que no iba a permitir nunca que un peruano como él gobernara. Esa identificación fue la que le permitió pasearse por calles y plazas, dejándoles claro a todos sus votantes que cada insulto racista, cada carita de asco que le ponía una Lima incapaz de ocultar su desprecio, estaban dirigidos a ellos. Fueron esos argumentos los que hoy sustentan la creencia de que Pedro Castillo es una víctima a la que sacaron a patadas y no un golpista que cavó su propia tumba.
Y así como los opositores de Castillo no quisieron ver lo peligroso que era humillarlo, hoy niegan las terribles consecuencias que tiene haber convertido a Dina Boluarte en un mero instrumento al servicio de sus demandas e intereses.
Olvidan que Boluarte, a la que también le arrugaron la nariz en su momento, llegó al poder publicitándose en avisos electorales muy ataviada en pollera y trenzas, prometiendo asamblea constituyente y diciendo con energía “dame tu voto, soy provinciana y no te voy a defraudar”. Olvidan que ella también se trepó sobre el discurso identitario para después darle la espalda a esos peruanos que apostaron por la fórmula Castillo.
Particularmente, creo que el voto identitario es peligroso y si bien algo de eso va a haber siempre, debiera ser complementario a la decisión basada en propuestas políticas. Sin embargo, cuando, por las razones que sea, ese es el elemento que predomina en la elección, estamos ante una realidad peligrosísima y darle la espalda a ese votante es mucho más complejo que no honrar una promesa electoral cualquiera. Aquel que dispara contra ese ciudadano que lo eligió esperanzado en por fin sentirse representado en un país del que le cuesta sentirse parte, lo está humillando hasta lo indecible. Aquel que terruquea a quien lo eligió para que explique que no todo ayacuchano es un terruco está sembrando un doloroso rencor. Aquel que usa el quechua para hacerles creer a esos padres que está de su lado, mientras se abraza con quienes atravesaron el pecho de su hijo con una bala, está cocinando un odio y repitiendo una historia de exclusión y de burla que es imposible de sobrellevar con serenidad.
La diferencia entre Boluarte y Castillo no es menor: cuando se vota con fines reivindicativos, que el presidente elegido robe es grave pero predecible, es parte del perverso juego de colocar a alguien en el poder, pero cuando ese que ha entrado a Palacio para cambiar la historia traiciona su origen, se burla de su encargo y destruye un pacto de representación basado en un elemento tan complejo como la identidad, es intolerable y sus consecuencias, normalmente, desastrosas.