“El Perú se ha convertido en un campo de Agramante en el cual nadie se entiende”, escribió Simón Bolívar en vísperas de su arribo al Perú. A su llegada a la antigua capital virreinal, Bolívar encontró un proyecto militar en crisis y dos gobiernos enfrentados reclamando legitimidad. El venezolano aprovechó las rencillas que crispaban a la sociedad peruana para imponerse sobre una élite incapaz de esbozar un proyecto unificador. Porque si bien es innegable que las armas peruanas brillaron en Junín y Ayacucho y que ello fue posible debido al apoyo de cada villa, pueblo y provincia peruana, nuestra república temprana no se caracterizó por la cohesión y menos por la unidad. Fue la discordia la que dominó y aún domina la política peruana.
La guerra de liberación que, a partir de la década de 1830, mutó en conflicto interno se valió de las balas pero también de otros métodos para destruir la vida y la honra del adversario político. El objetivo: conquistar un poder que, desde sus inicios, fue frágil y efímero. Cuenta Deán Valdivia que cuando le preguntó a Domingo Nieto si quería ser presidente del Perú, el futuro mariscal de Agua Santa le contestó: “¿Cómo cree que yo podría aspirar a la primera magistratura de la nación después de presenciar el maltrato contra el presidente La Mar? ¿Qué se puede esperar de un país en el que un hombre bueno y honesto fue calumniado y deportado a Costa Rica, donde murió de tristeza?”.
Nieto entendió el riesgo de asumir el poder. Sin embargo, luchó por obtenerlo hasta el final de sus días. Prueba de ello es la frase lapidaria que pronunció durante la llamada anarquía (1834-1844). “Amigo –le escribió a Mariano Escobedo–, marcharé pronto a pelear y usted cuente que los facciosos colocarán su silla sobre nuestros cadáveres o los perseguiremos hasta encerrarlos en los infiernos. Esa raza debe exterminarse si queremos patria”.
La cultura de guerra modeló los usos y costumbres de los años de la prosperidad falaz. Ello ocurrió principalmente en el campo electoral. En las elecciones de 1845, en las que Ramón Castilla, heredero de Nieto, fue ratificado como presidente de la República, la plebe tomó el control de las ánforas. Según testimonios de la época, decenas de personas armadas con cuchillos y palos, gritaron y amenazaron a los electores “tapando el ánfora con sombreros llenos de votos”. El sucesor de Castilla, José Rufino Echenique, modeló la cultura electoral del Leviatán guanero. Investigaciones recientes han evidenciado el reclutamiento de bandidos con la finalidad de amedrentar a los opositores, especialmente a los vivanquistas, algunos de los cuales fueron apuñalados por negarse a vivar en favor de Echenique.
El denominado “sicariato político” del que dan cuenta los sucesos ocurridos en Áncash tiene una larga historia que se remonta al siglo XIX. Crímenes como los perpetrados contra los presidentes José Balta y Manuel Pardo, y el liberal Juan Bustamante, a quien se le obligó a presenciar antes de su ejecución el ajusticiamiento de sus seguidores, muestran que la violencia yace en la entraña de nuestra historia republicana. El Perú –dijo alguna vez Jorge Basadre– es “dulce y cruel”. En estas últimas semanas la crueldad contra el adversario político se ha desatado. Es necesario tomar medidas inmediatas para detener esa práctica atávica.