Esta semana apareció un ránking en la revista “Forbes” que destaca a los economistas “más influyentes” del país. Previsiblemente, muchos de los mencionados se congratularon en sus redes sociales y compartieron agradecimientos cargados de falsa modestia. Es natural que aparecer en un ránking le masajee a uno el ego, se presente como algo auspicioso en cuanto a sus prospectos laborales o le permita asegurar el ansiado respeto de sus pares. Nadie es inmune a la búsqueda de estatus; es absolutamente normal en la especie humana.
Pero sí vale la pena preguntarse qué significa y de qué sirve aparecer en este tipo de ránkings. Inevitablemente habrá algún nivel de cinismo respecto de cómo se mide algo no siempre visible como la influencia. ¿Será que la publicación o quienes han sido encuestados tienen un sesgo que los lleva a sobrevalorar el tipo de influencia que es coherente con las ideas que defienden? ¿Será que el ránking confirma algo sobre la realidad peruana, como que la influencia en dicho ámbito profesional está concentrada en determinados géneros, universidades o procedencias geográficas?
Son preguntas válidas que, en mi caso, no están cargadas de cinismo. Tengo enorme aprecio y admiración por muchos de los que han sido destacados en el ránking y siento que merecen ese aplauso. Pero tener influencia no es un logro en sí mismo, es la constatación de que uno tiene una gran responsabilidad. Diría que hasta un deber moral hacia la sociedad de ejercer con virtud ese poder que uno ha conseguido edificar.
La influencia no es distinta a otros tipos de poderes. Cuando deja de estar anclada en la virtud y está desprovista de autocontrol, puede corromper a quien la ostenta. Con facilidad se convence uno de que esa influencia es una especie de derecho adquirido, que los demás están obligados a escuchar lo que uno tiene que decir, porque así ha sido antes. El mercado de la influencia, no obstante, también debe operar sobre una base meritocrática.
Ahora bien, si vemos las cosas por el lado positivo, uno comprende la extraordinaria capacidad que tienen personas como las incluidas en el citado ránking de impulsar cambios que realmente transformen el país. Algunos ya lo han hecho y les debemos mucho. Pero haría mal cualquiera de ellos en asumir que su aporte ya está hecho, que ya pagaron lo que debían. Esa capacidad de influir sigue siendo un activo enorme para un país trancado por la polarización y la ausencia de liderazgos.
Al ver sus nombres y trayectorias, me preguntaba: si sentáramos frente a una mesa a estas 20 personas para redactar juntas una versión consensuada de la parte económica de un plan de gobierno genérico, ¿en qué lograrían ponerse de acuerdo? Tendría que ser un ejercicio con algo más de diversidad de lo que permitiría la selección de “Forbes”, ciertamente, pero me fascinaría ver en qué coincidiría Carolina Trivelli con Luis Carranza, Roxana Barrantes con Juan José Marthans, o Diego Macera con Piero Ghezzi, por citar algunos ejemplos que me causan curiosidad.
Tengo cierta visibilidad sobre los márgenes de discrepancia que habría entre ellos, porque conozco sus posiciones, pero siento que sería mucho más en lo que podrían coincidir. Y resultaría muy significativo además que esa influencia asumiera un rol pedagógico hacia la opinión pública, como ya lo hacen Carlos Parodi u Oswaldo Molina, o en las aulas, como pasa con Gustavo Yamada y Waldo Mendoza. Sería interesante ver también a algunos asumiendo roles político-partidarios que no sean solo electorales y tecnocráticos.
Cuando comenté días atrás en mis redes sobre estos personajes influyentes, un internauta intentó ridiculizar mi reflexión diciendo que estaba atribuyéndoles una especie de superpoder. Pues que quede claro: la influencia convertida en el liderazgo con valores es lo más cercano que puede tener alguien a un superpoder.