Todos los países son únicos y, a la vez, todos se entienden a sí mismos como “más únicos” que el resto. Esta ilusión les permite a veces concederse una sensación de invulnerabilidad ante los riesgos económicos que han dañado seriamente a otros. “Efectivamente, eso sucedió en tal y cual país similar al nuestro”, va el argumento, “pero jamás podría pasar aquí; aquí es diferente”.
Así, el Perú ha venido actuando en ocasiones como si de algún modo pudiese exceptuarse de los principios económicos y políticos que rigen en el resto del mundo. De pronto, las leyes de la oferta y la demanda parecieran suspenderse gracias a las buenas intenciones de nuestros congresistas o candidatos a cargos públicos. Pero la realidad, tarde o temprano, pasa factura. Somos un jugador de talla limitada. El tamaño de la economía del Perú representa el 0,26% del PBI global y 0,23% de las exportaciones mundiales. En estas dimensiones, nos ubicamos en alguna posición entre Argelia y Rumanía. No hay mayor excepcionalidad peruana ni dique que nos inmunice ante malas decisiones de política. Lo que funcionó mal consistentemente en otros países, muy posiblemente funcionará mal aquí también y con las mismas consecuencias.
Hay una buena explicación para esta sensación de indestructibilidad como resultado de malas políticas. La gestión responsable –diligente y silenciosa– de las cuentas fiscales y el control de la inflación generaron, durante las últimas décadas, la impresión de que la estabilidad macroeconómica era un derecho adquirido. El manejo económico relativamente sensato de la economía –respetando la iniciativa privada, promoviendo el comercio internacional, garantizando un rol subsidiario del Estado en la actividad empresarial– permitió que la actividad productiva se expandiese, los ingresos promedio aumentaran y las condiciones de vida mejoraran. La pobreza caía. De algún modo, todo esto se sentía natural. La pandemia revirtió una parte no menor de las mejoras acumuladas en el tiempo, pero la idea tácita de que el manejo económico responsable quizá era opcional, casi una música de fondo innecesaria, quedó.
Lamentablemente, los buenos resultados que el país obtuvo no equivalían, de ninguna manera, a haber ganado una batalla final. No hay ley de hierro que ate el tipo de cambio peruano a cotizarse a menos de S/4 por dólar, ni a la inflación a permanecer por debajo del 2% o 3% al que estamos acostumbrados. Ninguna empresa –peruana o extranjera– tiene la obligación de hacer negocios aquí a largo plazo ni crear trabajo local. La pobreza debería volver a los niveles del 2019 en unos tres años, pero también podría esto posponerse indefinidamente. Y así como Colombia perdió hace dos semanas su grado de inversión por parte de Standard & Poor’s, las revisiones a la baja de nuestra deuda son parte de las posibilidades. Una vez que el país entra al círculo vicioso –malos resultados conducen a pérdida de confianza y esta, a su vez, a peores resultados– es difícil escapar. Aún si no queremos creer en ellos, los procesos de deterioro económico –sean inmediatos o progresivos– son muy reales. Los han vivido otros países de la región y los hemos vivido nosotros mismos.
Precisamente porque cada país es único es que tiene la oportunidad de crear su propio camino. Los desenlaces económicos negativos pueden tomar poco tiempo o mucho tiempo; pueden ser consecuencia de acciones destructivas deliberadas o de simple incompetencia y desidia que oxidan la maquinaria productiva. El punto central es que sí suceden, aún si lo hemos olvidado por nuestra historia reciente. Hoy, la lista de países que tomaron giros empobrecedores está llena de quienes se pensaron a sí mismos como la excepción a las reglas más elementales de sentido común económico.
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