En el futuro cercano, los libros de historia económica van a tener que lidiar con una pregunta difícil: ¿cómo así al Perú le fue tan mal en economía durante la crisis del COVID-19? El país es informal, pero –la verdad– no mucho más que Bolivia, Ecuador, México o Paraguay –a quienes les irá mejor–. La macroeconomía era la más sólida de la región junto con la chilena. El tamaño del paquete económico, se suponía, era el más ambicioso de Latinoamérica. Así, era imposible prever, a fines de marzo, que el país terminaría con una de las mayores contracciones económicas del mundo.
“¿Por qué, entonces, pasó lo que pasó?”, se preguntarán los cronistas del futuro. Aquí ofrecemos una tentativa de respuesta triple que no pretende ser exhaustiva ni definitiva, sino tan solo poner sobre la mesa aspectos a considerar. De paso, identificar causas puede ayudar a plantear soluciones.
1. La naturaleza de la cuarentena
La cuarentena en el Perú fue larga, dura y total. Decimos larga, obviamente, porque hemos cumplido ya el día 100 y seguimos contando. Con ello, el país experimenta a la fecha una de las cuarentenas más largas del mundo. Y no sabemos aún qué sorpresas nos depara el Consejo de Ministros de esta semana en el que se decidirá cómo se extenderán, por sexta vez, las “disposiciones de aislamiento social obligatorio”.
Decimos dura porque ha sido una cuarentena especialmente restrictiva. A diferencia de otros países, como Chile o Colombia, en los que se permitió actividad en sectores como construcción o minería sujeta a protocolos de salud, el Perú se frenó en seco. Por varias semanas no hubo excepciones productivas más allá de las actividades consideradas fundamentales. La caída del 99,4% del consumo interno de cemento durante abril ilustra bien la situación.
Finalmente, decimos total porque la cuarentena casi no tuvo matices regionales. Mientras que en otros lugares se ponían o flexibilizaban restricciones por municipio, comuna o provincia en función de sus índices de contagio, en el Perú el mazazo alcanzó a todo el territorio nacional por igual. Recién a partir de la Fase 2 aparecieron diferencias regionales más significativas que mover un par de horas el inicio del toque de queda.
Más allá de si se justificaba sanitariamente o no una cuarentena de este tipo –no puede soslayarse el hecho de que el Perú sea el sexto país del mundo con más contagios confirmados–, estas tres características la hicieron devastadora para la economía.
2. Una respuesta inmediata que tardó
En medio de la cuarentena, muchas de las herramientas que se ensayaron para preservar la cadena de pagos y llevar dinero a las familias se ejecutaron con limitaciones: préstamos insuficientes o a destiempo, bonos universales que nunca llegaron, rigideces adicionales a la planilla de las empresas cuando lo que se requería era lo opuesto, y un largo etcétera.
Luego, la reactivación económica propiamente dicha se atracó en la típica maraña burocrática de un Estado Peruano multifacético: si se contaba con la autorización para operar de Produce, faltaba ver qué opinaba el Minsa. Si el Minsa estaba de acuerdo, había que confirmar que el ministerio sectorial también. Todo ello, bajo la atenta mirada del Ministerio de Trabajo o del Ministerio del Interior. Y si se sorteaban los obstáculos del Ejecutivo, tocaba cruzar los dedos para que el municipio no cerrara el local por alguna interpretación antojadiza de la ley. Por lo demás, eso que afectó a la oferta también perjudicó a la demanda. En medio de estos cortocircuitos, nadie que no siga al detalle las noticias diarias sabe hoy, por ejemplo, si puede ir o no en su carro al centro comercial.
Más importante aun, la concepción general de “fases” de reactivación arrastra un pecado original: la idea de que el funcionamiento de la economía se puede analizar por retazos y planificar desde un ministerio. Los sectores económicos son todos ramas de un mismo árbol; no se puede cortar a la mayoría, esperar que unas pocas afortunadas prosperen, y de ahí ir colocando progresivamente más en la lista.
3. El gran agujero negro
Los párrafos anteriores son mayormente responsabilidad de este Gobierno, pero no todo lo es. El enorme tropezón económico tiene también raíces en la informalidad, en la baja penetración financiera, en la desconfianza y, a veces, animadversión hacia el sector privado, en la descentralización mal hecha y, quizás, sobre todo en un Estado disfuncional que, cuando es exigido al máximo, entrega resultados por debajo del mínimo aceptable.
Sería una hipocresía decir que esta crisis desnuda nuestras limitaciones institucionales. Es más justo decir que ya las sabíamos, pero no hicimos suficiente para corregirlas. Si era este un test objetivo que asaltó a todos los países con el mismo reto, el resultado apabullante que hoy sufrimos debería hacer que nos preguntemos en serio por qué pasó lo que pasó.
Nota del editor: Esta columna forma parte de una serie de artículos en la que distintos especialistas, invitados por el área de Opinión de El Comercio, reflexionan sobre cómo la cuarentena que hoy cumple 100 días ha impactado en diversos ámbitos de nuestra sociedad.