El domingo pasado titulaba mi columna “El asesinato de una reforma”, aludiendo a cómo el Congreso había liquidado a sangre fría la reforma política. Siguiendo con metáforas vinculadas al crimen organizado, lo que vino después terminó en una vendetta de proporciones.
Ese mismo domingo, el presidente Vizcarra, con una medida audaz e inesperada, parecía tomar el control de los acontecimientos. Planteó que el 11 de abril se hiciese, junto con las elecciones, el referéndum para para ratificar la eliminación de la inmunidad parlamentaria e incluir una segunda pregunta para que los condenados en primera instancia no postulen.
PARA SUSCRIPTORES: Se busca inmunidad, por Federico Salazar
Como en otras ocasiones, había dado un golpe de mano para retomar la iniciativa política, dejando al Congreso como cómplice de la prepotencia y la corrupción y a él, como líder contra la impunidad. Lograba, además, asociar a su persona el, digamos, 80% que habría respondido sí a esas preguntas. Probablemente cuatro veces más de lo que el candidato más pintado podría conseguir para sí. Algo así como Gulliver en Lilliput.
El lunes todo se le había derrumbado. Había cometido un grave error de diagnóstico. No entendió el tipo de Congreso que tenemos ahora. Gobernado por una mayoría tan irresponsable, casi como pandilleros adolescentes, juraron venganza contra quien los sacó al fresco. “Hasta a Vizcarra le han quitado la inmunidad. Ya se ca** ese con*** de su madre”, fue el epitafio de la jornada, obra de un congresista al que se niegan a identificar y, por tanto, es atribuible a todos.
Por cierto, es bastante difícil quitar la inmunidad parlamentaria al presidente, ministros y otros altos funcionarios, dado el pequeño detalle que no son parlamentarios. (Informarse de lo básico no está entre las virtudes de este Congreso).
Masacraron cinco artículos de la Constitución. “Eliminaron” la inmunidad parlamentaria introduciendo líneas después que tendrán ellos protección total para todos los actos en su función y ya no solo a sus opiniones. En cambio, le quitaron al jefe de Estado el derecho a ser juzgado solo después de su mandato y a los ministros el antejuicio en el Congreso.
¿Qué más cómodo que tratar de evitar que una medida prospere, cuando no te conviene, que denunciar al ministro del sector que la promueve? Si no hay antejuicio, solo faquires y bonzos aceptarían esa función.
La reacción de la opinión pública informada ha sido tan fuerte, que en el Congreso han ofrecido reflexionar. Sin embargo, conociendo el esmero y serenidad que hasta ahora han mostrado en hacerlo, no se puede descartar que el sesudo remedio venga envenenado.
A la vez, ya no es tan obvio que Vizcarra pueda usar el desprestigio del Parlamento a su favor. Para empezar, porque lo debilita el haber fallado en la dificilísima tarea de contener el virus y sacar a flote la economía. (¿Alguno de los congresistas que quiere ser presidente lo habría hecho mejor?). De su lado, el primer ministro acumula tal cantidad de millas de desgaste que podría dar la vuelta al mundo cuando abran las fronteras.
Por último, pero no menos complicado, las credenciales del presidente como paradigma de transparencia y probidad están melladas. La protección que le da a la secretaria general de Palacio, que enfrenta diversas acusaciones, no se condice con la firmeza que mostró para sacar a varios ministros por mucho menos. Ahora se suma que su cuñado ha seguido recibiendo ingresos del sector público siendo él presidente de la República; de hecho, no lo podía hacer desde que asumió como vicepresidente.
Ni el Congreso ni el Ejecutivo parecen ganar en estériles enfrentamientos. Lo que correspondería, tomando en cuenta todo lo que estamos viviendo, es una relación más serena entre los poderes del Estado. Ver para creer.
CODA. Dicen que lo primero que muere en una guerra es la verdad. El Gobierno llama a los encargados de la lucha contra el virus “comandos”. Dudo que ese sea el mejor enfoque, pero asumiendo que en eso estamos, admitamos que el enemigo no sabe leer ni escribir; ergo, no hay nada de lo que se pueda enterar que le dé ventaja. Por ello es inaceptable que el Gobierno no acepte la verdad y que solo reconozca un número de fallecidos que puede ser hasta tres veces menor al real. Y que, al total de contagios oficiales, le mochen casi 60.000, como se colige de la suma diaria de los informes regionales. No estamos hablando de la diferencia en número de camotes en un costal, sino de vidas humanas. Nos deben una explicación.