“Es el momento para dejar de identificarnos con el ciervo herido y convocar a nuestro tigre y nuestra tigresa para actuar. Rujamos juntos”. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
“Es el momento para dejar de identificarnos con el ciervo herido y convocar a nuestro tigre y nuestra tigresa para actuar. Rujamos juntos”. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
/ Víctor Aguilar Rúa
Alexander Huerta-Mercado

Como a Borges le gustaba escribir y leer sobre tigres, un amigo lo invitó a un zoológico en Buenos Aires en el que pudo acercarse hasta estar cara a cara con uno. “Con evidente y aterrada felicidad llegué a ese tigre, cuya lengua lamió mi cara, cuya garra indiferente o cariñosa se demoró en mi cabeza, y que, a diferencia de sus precursores, olía y pesaba”. La ceguera de Borges no evitó que pudiera percibir al enorme felino y añadió que, si bien era impresionante, no lo entendió más real que los grandes felinos que conoció en la literatura. Es cierto, los grandes gatos siempre nos han fascinado, como lo confirma la figura del hombre león tallada en un colmillo de mamut con una antigüedad impresionante de 40 mil años hallada en una cueva en Alemania.

Desde hace 4.500 años, el cuerpo de león de la enorme esfinge egipcia nos sigue deslumbrando y es posible que, contemporánea a ella, en el valle de Chicama, los primeros peruanos nos hayan legado en Huaca Prieta un temprano mate con el tallado de un primigenio dios jaguar, ancestro del olimpo felino que sería nuestro territorio prehispánico. Borges tenía razón: los grandes felinos no necesitan ser vistos para ser reales. La irradiación religiosa de nos presenta al sagrado jaguar en la sierra y en nuestros arenales costeños labrado por artistas que seguramente nunca vieron a uno, pero que convencieron al maestro Julio C. Tello de que nuestra cultura tenía origen selvático.

En mi trabajo antropológico, los chamanes de la región amazónica me han dado fe sobre el poder del espíritu tutelar del jaguar. Hay quienes dicen que es el fin de toda reencarnación y otros dicen que representa el poder total, como ha sido en los últimos miles de años. Y este año celebramos .

Hubo un momento en la historia en el que los grandes felinos eran el tope de la cadena alimenticia y su presencia era necesaria para mantener el equilibrio ecológico entre depredadores y herbívoros. Cuando el ‘Homo sapiens’ entró a competir en la labor de la caza se dio cuenta, con espanto, de que estaba biológicamente mal equipado para confrontar al tigre en las regiones orientales del planeta. El humano no estaba armado de garras ni de colmillos, mucho menos de la agilidad o la fuerza de su contraparte animal que, además y por si fuera poco, lograba mimetizarse en la jungla y tenía una visión privilegiada en la oscuridad.

La respuesta frente a esta desventaja ha sido cultural. En un primer momento, lo divinizamos, proyectando en su poder los atributos humanos. De ahí provienen los seres antropomorfos con garras y colmillos en los que proyectábamos los mejores atributos de cada sociedad. Posterior o paralelamente, la respuesta cultural fue competir y desarrollar instrumentos que suplieran nuestra falta de garras, colmillos y pelaje protector. Con el descubrimiento de la agricultura, la competencia se volvió desleal y pasamos a ser los depredadores. Hoy, el 97% del hábitat de los tigres ha sido desforestado, han sido cruelmente cazados por sus pieles o por las propiedades que sus huesos y colmillos han tenido en la medicina tradicional y, como tal, se han vuelto un símbolo del peligro que una sola especie, la nuestra, representa para todas las demás.

Todavía los niños en la India escuchan sonrientes la historia del monje que, en un retiro de meditación, observó cómo un ciervo herido se abandonó a su suerte en un descampado ante la presencia de un tigre. El monje admiró primero la actitud desprendida del ciervo, pero se sorprendió más al observar que el tigre, en lugar de devorarlo, se mantuvo a su lado, en actitud de protección, y que incluso pareció tomar acción para cuidarlo hasta que se recuperase. Impresionado, el monje regresó al monasterio en el que unos días después fue testigo de un incendio frente al que no hizo nada, aceptando el destino de las cosas como había observado que hacía el ciervo. Ante sus calmados ojos, vio correr a los demás monjes desesperados, intentando apagar el fuego y rescatando a los heridos mientras él, en una actitud sumamente relajada, seguía las enseñanzas del maestro ciervo.

Días después, la abadesa del monasterio interrogó al monje por su actitud pasiva. Este le relató su aprendizaje y su admiración por la actitud de aceptación del ciervo que, a la postre, le resultó beneficiosa, puesto que se encontró con un tigre que exhibió su poder en el acto de cuidarlo. La abadesa, lejos de conmoverse, le dijo que se marchase del monasterio y que no volviese hasta que no entendiese que hay momentos para comportarse como ciervo y otros para comportarse como tigre, y que el incendio había sido uno de estos últimos.

En tiempos en los que nuestra relación con la naturaleza es pésima, que estamos encerrados por un virus que es fruto de la desforestación y el irrespeto por las fronteras naturales, el año del tigre nos encuentra frente generada por un derrame de petróleo que arrasa nuestro mar y en el que los responsables se desentienden de manera calamitosa. Es el momento para dejar de identificarnos con el ciervo herido y convocar a nuestro tigre y nuestra tigresa para actuar. Rujamos juntos. ¡Feliz año del tigre!

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