La informalidad siempre nos sacó de apuros.
Cuando se aceleró la inmigración desde el interior del país, llegaron miles de peruanos a ciudades sin acceso a alojamiento, empleo, infraestructura o servicios públicos. Así fue como más de la mitad de los habitantes de nuestras ciudades impulsaron un desarrollo “por sí mismo”: el barrio se autogestionó, la vivienda se autoconstruyó, el trabajador se autoempleó, y la ronda los autoprotegió. Los informales le hicieron un enorme favor al Estado porque no tuvo que formular y financiar políticas sociales comprehensivas, se limitó a uno que otro esfuerzo que incluso capitalizaba tanta (auto)energía ajena (Cooperación Popular, por ejemplo).
En la aciaga década de los 80, la informalidad fue esencial para que no nos fuéramos directo al abismo. En tiempos de hiperinflación y violencia política, el país de muchos siguió funcionando a pesar de la miseria. La energía social de la mayoría estaba abocada a sobrevivir y no había tiempo ni ganas para la prédica del camarada Gonzalo y, más adelante, de ninguna otra oferta política. Tal era la resiliencia nacional que los peruanos el día después del “fujishock” caminaban por las calles aturdidos. Pero no hubo saqueos, solo el estoicismo característico de un pueblo al que de nuevo le había “caído el huaico” y ¡ay! tenía que incorporarse lentamente y echarse a andar.
También, en esa misma década, la informalidad vino al rescate de las ciencias sociales nacionales que sufrían en esos momentos por el declive de sus principales paradigmas. Para una derecha sin discurso para el grueso del país, los informales se transformaron –gracias a la pluma de De Soto, Ghersi y Ghibellini– en capitalistas populares reprimidos por el alto costo de la formalidad impuesto por un Estado mercantilista. Del mismo modo resucitó el indigenismo en la obra de Matos Mar, que proclamó el desborde popular del migrante andino que se enfrentaba colectivamente a un Estado criollo que lo sojuzgaba desde tiempos de la Colonia. Y la izquierda encontró un actor popular que hacía frente al Estado capitalista al construir una nueva economía “solidaria y popular”, sustituyendo así al proletariado industrial en su discurso revolucionario.
Los trabajadores del sector informal alcanzaron así el estatus de contracultura que supuestamente impulsaría el deseado desarrollo nacional. En medio del desmadre provocado por los gobiernos de Belaunde y García, quizás nos dejamos deslumbrar por el precario orden que construían los vendedores ambulantes, las rondas y los comedores populares en las calles, caseríos o vecindades. Era un mundo al revés, se deseaba que el Estado y la norma se debilitaran para que dieran paso al supuesto dinamismo popular transformador. Si pues, muchos veíamos el árbol mientras que otros veían el bosque ya anunciado en la admonición: “No hay alternativa” (Thatcher dixit).
Y así se dio el ajuste estructural. La regulación gubernamental se convirtió en némesis para la Confiep fujimorista y el vendedor de marcianos. El discurso antiestatal del ‘laissez faire’ criollo conectó –por lo menos simbólicamente– con los informales, ahora llamados emprendedores y emergentes. Términos que ocultaban el hecho de que la gran mayoría eran trabajadores de poco ingreso y menor productividad. Entrando al nuevo milenio, diez años del “milagro peruano”, producto de la “revolución capitalista”, no pudieron evitar que tres cuartas partes de la población económicamente activa siga al margen del Estado y la sociedad de derecho.
Como en muchas otras ocasiones en nuestro país, la respuesta temporal a una emergencia se fue convirtiendo en una parte inseparable de nuestra realidad. Vivimos una excepcionalidad que se perenniza y termina infligiendo un altísimo costo individual, familiar, grupal y nacional. Trabajadores sin derechos ni descanso; barrios con viviendas inseguras y precarias; emporios, mercados y paraditas hacinadas a la espera de la próxima Mesa Redonda; colectivos con choferes improvisados y carentes de seguros; comercios que viven del contrabando y la piratería. Una “alternativa” que nos ha llevado a una sociedad más injusta, incumplida y trunca. Viviendo día a día, en un presente continuo, sin siquiera la esperanza de que sus hijos reciban educación y salud de calidad.
¿Nos extraña, entonces, que tantas personas salgan durante la cuarentena?