estamos cerca de las elecciones congresales extraordinarias y quiero aunarme a la campaña de los medios y la gran mayoría de analistas para que emitamos un voto pensado, pero principalmente consciente de su importancia histórica. Digo esto porque los responsables de ponernos en la actual situación de inestabilidad son los que ahora insisten que son elecciones espurias, que no vale la pena porque el período congresal es cortísimo, con pocas posibilidades de realizar cuestiones de importancia y que –más bien– le hará el juego al “dictador” Vizcarra. Muchos de estos opinantes son los mismos que han criticado duramente el fallo del Tribunal Constitucional sobre la disolución del Congreso. Una muestra más de que es fácil ser demócrata solo cuando te dan la razón.
Dicen que los peruanos tenemos poca memoria. Pues a refrescarla un poco. Las autoridades que elegimos para el período 2016-2021 tenían una enorme responsabilidad porque el país comenzaba a sufrir la resaca de diez años de crecimiento espectacular pero de relativamente poco desarrollo. Eran momentos que clamaban un diálogo intenso de nuestra clase política y la búsqueda de gobierno por consenso.
En términos económicos, éramos una sociedad que había duplicado el PBI por habitante y disminuido la pobreza en más de la mitad. Pero la productividad se estancaba, tres de cada cuatro peruanos trabajaban en informalidad, sufríamos una desigualdad de ingresos que se mantenía incólume y un entorno económico cada vez más difícil. El piloto automático en materia económica de Toledo, García y Humala mostraba su enorme limitación y vulnerabilidad.
En términos sociales, alcanzábamos niveles de escolaridad y educación nunca vistos en la historia, pero con una penosa comprensión lectora y matemática. Estábamos últimos en las pruebas internacionales. Éramos el segundo país sudamericano con menos inversión –como porcentaje del PBI– en ciencia y tecnología. Y no hablemos de la situación de la salud, la inseguridad ciudadana, la poca previsión social, la precariedad de la vivienda, las brechas de género. En términos del día a día, los principios básicos de la convivencia social se estaban perdiendo y la agresión y la violencia al interior de la familia, el barrio y el espacio público daban la sensación de que el país se convertía en una “tierra de nadie”.
¿Y la política? Pues seguía sufriendo de un creciente descrédito hasta convertirnos en uno de los países latinoamericanos con mayores índices de desconfianza hacia los poderes del Estado y los partidos políticos. El pragmatismo y cinismo del “roba, pero hace obra” se había convertido en un lugar común. Además, ya asomaba en el horizonte la pasmosa bruma de Lava Jato.
La mayoría del Congreso en vez de asumir el reto de colaborar en sacar adelante el país optó por una venganza mezquina y se dedicó a obstruir, censurar y vacar. A pesar de que Keiko Fujimori –burlándose de la división de poderes– anunciara que ejecutaría su plan de gobierno desde el Parlamento, ni siquiera cumplió esta promesa. Y no hablemos del sucio blindaje a personas que tanto daño le estaban haciendo al país.
¡Y causaron todos estos males a pesar de haber obtenido solo el 23,63% de los votos emitidos! Es decir, solo dos de cada diez peruanos habían optado por las listas naranjas, pero lograron el 56% de los escaños. Eso fue lo que cosecharon el voto nulo (blanco o viciado) y las normas electorales.
Debemos tener muy en claro que esta no es una elección cualquiera. En primer lugar, es el Congreso que deberá culminar –y mejorar– la reforma política y de justicia y así llegar al bicentenario con reglas de juego que fortalezcan el sistema de partidos, la representatividad y la lucha contra la corrupción. En segundo lugar, porque es imperativo revertir la imagen que la ciudadanía tiene sobre el Parlamento. Somos el país latinoamericano con menor confianza hacia el Legislativo. En tercer lugar, porque la apatía y el pesimismo expresados en el ausentismo y el voto nulo atraen todo tipo de alimañas porque los buenos abandonan el ruedo.
Evitemos que nos representen los que no queremos. Los votos nulos son –en la actual coyuntura– el mal mayor que debilita más aún a nuestra frágil democracia.