La política está llena de prácticas y discursos que se apoyan en los miedos. Mucho en la historia ha sido plagado de eventos que han sido envueltos en dramáticos miedos. De hecho, hace poco, la historiadora Claudia Rosas publicó un interesante libro “El miedo en el Perú: siglos XVI al XX”. Estos se manifestaron a través del temor a los piratas, la subversión de la plebe, los terremotos, hasta la revolución, las elecciones o al Apra. Miedo reforzado por mitos y prejuicios que calaban en las raíces más sensibles del inconsciente. Pero los miedos colectivos, los que se presentan en la política, tienen que ver, en muchos casos, con los temores al cambio, por lo que se trata de defender el ‘establishment’.
El miedo se ha utilizado exitosamente para manipular a la gente, concentrando los temores en personas, partidos y corrientes políticas. Uno de los más conocidos ha sido el creado por Adolf Hitler en Alemania, en relación con los judíos y el comunismo. Para evitarlos, se hizo necesario tener una posición firme, clara y simple, que revalore aquello que consideraba propio del ser alemán, de la mano de un líder, un Führer. Hitler construyó entonces un discurso basado en el temor, que permitió crear la maquinaria del terror para aplastar a los portadores del miedo. Así movilizó a millones de personas hacia la destrucción.
En los tiempos actuales, reverdece esa forma de articular la política con el miedo, que ha encumbrado a muchos en Europa, como a los Le Pen en Francia, en relación con los migrantes, sobre todo musulmanes, y en Estados Unidos, a Donald Trump, en relación con los mexicanos. La narrativa es la misma. El migrante desestabiliza, trae otras ideas y costumbres, quita empleo a los locales. Se trata, por lo tanto, de proteger lo propio, lo construido históricamente como puro. No por gusto los supremacistas en Estados Unidos han crecido bajo el amparo del discurso trumpista.
El temor, pues, moviliza. Tanto que puede hasta derrocar gobiernos. Es un catalizador de esos prejuicios que están en la superficie pero que apelan a las profundidades de lo irracional. En parte de eso trata “Tiempos recios”, la última novela de Mario Vargas Llosa. En el contexto de la Guerra Fría de mediados de los cincuenta, nuestra región era considerada dentro de la zona de influencia norteamericana. Allí las pocas democracias convivían con dictaduras que ejercían control y seguridad, sobre la base de la represión y el terror.
Pero en Guatemala ganó las elecciones Jacobo Árbenz prometiendo realizar cambios en el empobrecido país centroamericano. Sin embargo, algunas medidas colisionaban con intereses muy precisos, como los de la empresa United Fruit. Pero surgió, para enfrentar estos inconvenientes, la asociación entre Edward L. Bernays y Sam Zemurray, el creador de las relaciones públicas y el de la compañía bananera, respectivamente, para idear el plan de asociar a Árbenz con la Unión Soviética, nada menos que al servicio del Kremlin. El cuento se lo comió entero la mismísima CIA y la administración del presidente Eisenhower. Lo que sigue es entonces el operativo militar y propagandístico para evitar el comunismo. Para eso, se requería de una mano firme y un líder dispuesto a llevar adelante el propósito histórico. En este caso, el coronel Castillo Armas, quien derroca al presidente democráticamente elegido, Jacobo Árbenz, que de comunista no tenía nada y, por el contrario, era un gran admirador de Estados Unidos. Vargas Llosa traza las partes de un cuadro dramático en una novela notable, que hace recordar por el tema y la calidad a la “Fiesta del Chivo”.
Pero en nuestro país, recurrir al miedo ha tomado fuerza en los últimos años. Desde colectivos como Con Mis Hijos No Te Metas, conformado por conservadores católicos y cristianos que esparcen el miedo a la destrucción de la vida y la familia, pasando por partidos que azuzan el miedo al chavismo o al regreso del terrorismo para generar votos de apoyo. La historia es la misma, los personajes cambian y los miedos mutan, pero detrás de los que lo activan está siempre la mano autoritaria que busca el poder.