El gobierno disolvió el Congreso. Usó para ello una atribución interpretativa. Tal facultad interpretativa (“denegación fáctica”) no está en la Constitución, en las sentencias del Tribunal Constitucional o en las leyes. Es ilegal.
No es una interpretación cualquiera. Con ella se acabó con la separación de poderes y con ella se quiere recomponer la representación política, según las encuestas del día.
Para la disolución, el Ejecutivo promulgó el Decreto Supremo 165-2019-PCM. Un solo ministro refrendó el decreto, y de manera extemporánea.
El presidente del Consejo de Ministros fue nombrado después de la crisis del Gabinete. No había jurado cuando Vizcarra anunció la disolución. Hasta el D.S. de la disolución es ilegal.
El gobierno ha promulgado, ahora, un decreto de urgencia sobre exoneración de impuestos a los libros. Los decretos de urgencia “no pueden contener normas sobre materia tributaria” (art. 74, Constitución). Además: “No surten efecto las normas tributarias dictadas en violación de lo que establece el presente artículo”. Este D.U. es inconstitucional.
En su exitoso plan para deshacerse del Congreso, el Ejecutivo erosionó principios básicos del Estado de derecho. La seguridad jurídica, el derecho a la defensa, la irretroactividad de las leyes, la presunción de inocencia y el carácter individual de las responsabilidades.
No hay seguridad jurídica, porque si la Constitución es interpretable, lo serán también las leyes de menor rango. El intérprete es el presidente Vizcarra.
Esta nueva fuente del derecho (el presidente) no es estable. Recordamos cuando Vizcarra pactó con algunas autoridades locales y regionales, en Arequipa, cómo hacer para invalidar la licencia otorgada a Tía María.
Nadie sabe con quién pactará mañana o qué dirá tras bambalinas y qué ante la prensa. Este intérprete de la ley no es un sustituto estable de la ley.
El Ejecutivo no cree en el derecho a defenderse. Pedro Olaechea ha presentado una demanda competencial ante el Tribunal Constitucional. Inmediatamente, el presidente Vizcarra ha dicho que ha usurpado funciones, porque el Congreso no existe.
El Congreso disuelto sostiene que ha sido ilegalmente disuelto. Tiene que presentar una demanda ante el TC, pero como está “disuelto”, no puede presentar nada ante nadie. O sea, no hay cómo defenderse del acto considerado arbitrario.
Las leyes tampoco se aplican hacia atrás. El Ejecutivo, sin embargo, pretendió modificar las reglas de nombramiento en el TC retroactivamente. Para disolver el Congreso, el gobierno se basó en este reclamo de retroactividad ilegal.
El gobierno, además, se apoya en el juzgamiento de la opinión pública sobre el Congreso. Acusar al Congreso es popular, pero generalizador. Las acusaciones deben hacerse de manera individual y según procesos regulares.
Si no hay acusación individual y no hay proceso regular, no puede haber defensa. El derecho a la defensa, sin embargo, no es un principio que este gobierno favorezca.
Se trata de un gobierno con vocación de ilegalidad. Por eliminar al adversario político, ha perforado el centro de la Constitución, la separación de poderes.
La Constitución organiza el Estado. La columna vertebral de esa organización es la separación y equilibrio de poderes.
Ahora no hay equilibrio. Vizcarra disolvió el Congreso para que se elija uno nuevo, con una representación que le convendrá más.
Todo gobernante autocrático tiene el sueño del Congreso propio: el Congreso a mi medida, creado por mí mismo, para favorecer mis ideas, mis iniciativas.
Gracias a las interpretaciones “fácticas”, el gobierno redujo de facto el mandato congresal otorgado en el 2016. Con ello, además, avaló la irresponsabilidad electoral.
Los países aprenden de su experiencia. El Perú no lo hará.
Si yo elijo mal a los congresistas, no importa: el Ejecutivo puede buscar un pretexto y reducir su mandato. Dependerá de la interpretación de los hechos por el arúspice en Palacio.
El camino no ha sido difícil. Vizcarra, desde el primer momento, construyó el mito del “obstruccionismo”. El Congreso era el malo, y el presidente, el bueno.
Sobre la base de este cuento, emocional y simplificador, se creó un estado de opinión que perdona la ilegalidad, con tal de apedrear al malo.
Apedrear nos tiene contentos. No quieren que veamos la perforación que atraviesa el corazón de nuestra Constitución.