Es difícil imaginarlo desde donde estamos. Su soledad es un misterio. Desde que los habitantes de su comunidad fueron eliminados, vivió solo en la selva durante dos o tres décadas. No tenía nombre. Cavaba agujeros para cazar y para ocultarse. Se alimentaba de mandioca, de papaya y de maíz. Había sido parte de la comunidad brasileña de Tanaru, cerca de la frontera con Bolivia. Debido a los planes de expansión del gobierno de Bolsonaro y a la intrusión de los terratenientes, había perdido a todos los demás miembros de su comunidad. Decidió sobrevivir y seguir sobreviviendo. No se relacionaba con nadie.
Debido a eso, se conoce muy poco sobre su etnia. Era el último hablante de su lengua, el último atrincherado en su cultura, el que había rechazado todo contacto con el mundo de afuera. La semana pasada, el llamado “Hombre de los agujeros” se recostó en la hamaca de su choza (una de las 53 que construyó a lo largo de los años), se cubrió de plumas de papagayo y esperó vivir su muerte con la misma naturalidad con la que había vivido su vida. Un mundo desaparecía con él, y quizá sintió un secreto orgullo de saberlo. Se cree que tenía 60 años. Su muerte fue un acto de protesta final.
En esa cultura que preservó solo para él no cabía aceptar ni comprender todo lo que nos rodea en este lado. El sistema de emisiones que destruye la capa de ozono y que provoca el calentamiento, las sequías, temporales y tormentas en el planeta. Los planes expansionistas de un líder ruso que busca convertirse en un emperador. Las matanzas a periodistas en América Latina, las balaceras en los ‘malls’ y colegios en Estados Unidos, la corrupción en gobiernos y empresas en todo el mundo. Estaba lejos de todo eso. Lo ignoraba en todos los sentidos. Su vida era la más sencilla y elemental. Cuando alguien intentó contactarlo, se atrincheró y resistió con arcos y flechas. Su soledad era su único paraíso. La Fundación Nacional del Indio de Brasil, que sigue su caso hace varios años, confirma que murió absolutamente solo, como había querido.
No me parece que haya que romantizar la soledad y el aislamiento, aunque siempre es una tentación. Los escritores, a nombre de todos nosotros, han fantaseado con la idea de la soledad como un paraíso moral. En 1666, Moliére escribió “El Misántropo”, una obra que puede verse hoy en Lima. Alceste, a quien su esposa ha abandonado, se siente dispuesto a exilarse de la sociedad y de la compañía de toda persona. Sin embargo, cae irremediablemente enamorado de Celimena. Esta, aunque rodeada de muchos pretendientes, lo corresponde. El antecedente de Alceste es Cnemon, el personaje del griego Menandro, en su obra “Díscolo” (siglo IV a.C). Huraño y desencantado, Cnemon terminará reconciliado con el género humano. Alceste y Cnemon son los padres del protagonista de “El Barón rampante” de Italo Calvino. En esta novela, como señal de protesta, Cosimo decide vivir en lo alto de los árboles desde muy joven y por el resto de su vida. Desde allí envía cartas a su hermano. Un día ve a la pequeña Viola en un columpio y se enamora de ella.
No sé si la vida del “Hombre del agujero” podría servir para el personaje de una novela o una obra de teatro. Su caso es un ejemplo del abandono que sufren muchas culturas en todo el mundo y en nuestro país en especial. No conoceremos al único habitante del último paraíso. Pero somos libres de imaginarlo y, por momentos, también admirarlo.