“Los buenos políticos reconocen qué políticas derivan en buenos resultados económicos; los malos políticos también las reconocen, pero son corruptos, y los políticos populistas solo se preocupan en conseguir los votos”. – Emilio Ocampo (“Análisis económico del populismo”)
Para el último miércoles por la mañana, el Gobierno y la Asociación de Clínicas Particulares del Perú estaban cerca de llegar a un acuerdo. Llevaban meses negociando, pero cambios en el equipo y la dejadez del Ejecutivo habían enfriado las negociaciones. El escándalo generado por una descomunal factura en una clínica local reavivó el tema. Desde que empezó la fase crítica de la pandemia, por cierto, las clínicas han recibido (sin contrato con el Estado) a más de 500 pacientes sin capacidad de pago.
Por ello, la amenaza de expropiación explotó como una bomba en diversos sectores. No tenía sentido, y era desmesurada. Para empezar, ¿por qué amenazar a quienes ninguneabas hace poco? Luego, ¿por qué invocar un artículo (70 de la Constitución) que suponía un complejo trámite cuando otro facilitaba lo mismo sin mayores contratiempos (82 de la Ley General de Salud)? Finalmente, ¿para qué hacerse de la administración de las UCI privadas cuando las públicas arrojan peores resultados?
La respuesta a las tres interrogantes es la misma: porque, en realidad, la expropiación nunca estuvo sobre la mesa. Fue una maniobra política, desatinada y desmesurada. Pero, además, el uso inoportuno de una carta que supone costos institucionales mayúsculos.
El presidente Vizcarra jamás iba a expropiar las clínicas, y eso lo sabían él, el resto de la mesa y otros fuera de ella. El Gobierno ya hizo evidente su nivel de incompetencia; saben que se les mueren pacientes en las manos por falta de camas UCI, no cuentan con personal médico suficiente, ni tienen oxígeno o medicamentos (aun cuando cuentan con recursos para adquirirlos). Ni siquiera saben las cifras de infectados o muertos. Los dos problemas –sanitario y económico– los han sobrepasado. Ellos lo saben, y la población también.
La amenaza, sin embargo, fue un gesto verosímil y de alto impacto popular. Pésimo para el país, la estabilidad jurídica y las inversiones. Pero, ya sabemos, la política se trata del poder, y de las acciones y gestos para conseguirlo. Eso también lo sabe muy bien el mandatario: hizo lo mismo en el Caso Chinchero, en sus tratativas con el fujimorismo, en Tía María, la reforma política y tantos otros casos más.
El país tendrá que acostumbrarse, por el año que queda, a la cruda realidad. El presidente Vizcarra no es un buen gestor: luego de dos años, no hay rastro de algo –obra, reforma, conquista– que podamos calificar como “exitoso”. Pero es un político astuto, que sabe cómo enganchar con la ciudadanía, cómo y cuándo distraer, identificar a enemigos y aliados, y que –sobre todo– tiene desarrollado el instinto para retener el poder que obtuvo. En resumen: a Martín Vizcarra le preocupa él, solo él, y nada más que él.