(Ilustración: Víctor Aguilar Rua)
(Ilustración: Víctor Aguilar Rua)
Alexander Huerta-Mercado

“Sombras nada más…” es el comienzo de una popular canción de amor, y es precisamente lo que Platón decía que era lo que veíamos cuando, según la alegoría, estábamos encerrados en una caverna viendo sombras. Ahora, síganme en la descripción. Estamos encadenados mirando la pared de la caverna, de espalda a la salida, y entre la salida y nosotros hay una hoguera. Entre la hoguera y nuestra espalda hay un muro detrás del cual avanzan en procesión personas llevando esculturas de animales que sobresalen del muro. Lo que nosotros vemos son las sombras de estos animales en la pared de la caverna. Así estamos condenados a no ver la realidad, sino una mala imitación de ella.

Platón estaría sorprendido al confirmar que con el Internet y su remedo de realidad, la caverna se ha vuelto más real de lo que él imaginó. Ahora vemos píxeles que forman imágenes detenidas o en movimiento y textos que, por el solo hecho de estar colgados en letras de molde, parecen más reales que la realidad y nos tienen encadenados viendo monitores de celular, computadoras, entre otras paredes de caverna llenas de sombras.

El resultado es que estas se alzan como un espacio de encuentros emocionales más que de discusión de planes y política. De polaridades radicales en donde “el otro” es el enemigo monstruoso. Y en donde se tiene que tomar partido radical. Platón refiere que quien se libera de sus cadenas logra salir de la caverna y ver la deslumbrante realidad. Al intentar convencer a los otros prisioneros de salir a la luz es incomprendido y asesinado. Es posible que Platón estaba pensando en Sócrates como paradigma de quien enseña a pensar y, como consecuencia, es condenado en plena democracia ateniense. Pero también representa el miedo al autoconocimiento o al pensar por nosotros mismos. Miedo a perder la protección que nos dan las imágenes y el grupo. Miedo que nos hace juzgadores radicales para poder complacer al grupo.

No solo la filosofía, sino la literatura de ciencia ficción nos invita a entender cómo nos sentimos ahora. Llevada tres veces al cine, la novela de horror post apocalíptico de Richard Matheson “Soy leyenda”, publicada como reflejo del miedo propio de la guerra, se plantea cómo una pandemia afecta a la humanidad, dejando solo a un solitario hombre inmune, Robert Nashville, mientras que el resto de la población ha adquirido apariencia monstruosa e irracional. Nashville dedica su tiempo a sobrevivir, a salir de día, pues descubre que los mutantes son sensibles a la luz, y a destruirlos usando métodos propios de los cazadores de vampiros en las novelas. Nuestro héroe investiga y se da cuenta de que una bacteria ha afectado a los humanos, de manera psicológica en un primer caso, haciéndolos asumir que son vampiros y comportándose como tales (o al menos como la cultura occidental los ha imaginado), y, en otros casos, es la bacteria la que se ha apoderado de los cadáveres y se ha alojado en ellos convirtiéndolos en zombis. Nashville se da cuenta de que él ya no es el único normal, sino que es el verdadero monstruo, porque ya no hay quien comparta su percepción del mundo

El mudarnos a Internet en un dramático contexto de pandemia nos hace proclives a conformarnos con la información y la economía emocional de los mensajes que aparecen como sombras y que nos liberan de pensar por nosotros mismos, y, paulatinamente, nos imponen un criterio de normalidad o superioridad “frente a los otros”, a quienes somos capaces de percibir como zombis.

La caverna no solo es una alegoría, sino una buena metáfora antropológica. Tenemos evidencia que la cueva ha sido el primer refugio que tuvimos como especie y que ahí instalamos los primeros fogones e hicimos arte rupestre y rituales de propiciación. Pero el verdadero éxito del Homo sapiens fue salir de su cueva y del encierro, y buscar nuevas llanuras, cruzar montañas e incluso océanos para poblar el mundo, tomando riesgos y construyendo posteriormente sus propias casas. Pero, técnicamente, hemos vuelto a las cavernas y, nuevamente, a concentrarnos al arte rupestre. Esta vez en los muros de Internet, confundiéndolos como una verdad única frente a cualquier otro punto de vista.

Algo parecido nos ha pasado en la pandemia, que ha recrudecido la eterna división única entre “nosotros y los demás”, y que ahora se ha materializado en polarización basada en nuevas variables que, junto con el racismo, el machismo y la discriminación, se añade la superioridad moral frente a los otros y el desprecio por la opinión ajena. Peor aún, nos hemos convertido en extraños en un mismo país que parece estar conformado por compartimientos estancos, donde cada región se mira con sospecha y donde el único concepto de república existente es la confrontación común contra el Estado.

Pronto saldremos del encierro de la pandemia. Es tiempo de salir de la vieja caverna, que siempre nos ha hecho temernos y solo enaltecernos, en la medida que desdibujamos “a los otros” y proyectamos en ellos nuestra furia, nuestros miedos y nuestra incomprensión.