(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Alonso Cueto

Hoy es Viernes Santo pero en estos tiempos de pandemia y elecciones, no todos lo recuerdan. Hace muchos años, algunas décadas para ser más preciso, era el día en el que una buena parte de la familia se juntaba para escuchar en la televisión o en la iglesia el sermón de las tres horas (o de las siete palabras de Cristo, según se mire).

No todos saben que el origen de este ritual es peruano y se debe al jesuita Francisco del Castillo, perteneciente a la parroquia de San Lázaro. El Viernes Santo de 1660 del Castillo pronunció un sermón extenso en el que comparaba el sufrimiento de Cristo con el de los esclavos e indígenas. La investigadora Gabriela Lavarello de Velaochaga, a quien debemos este hallazgo, recuerda que del Castillo era conocido como “el apóstol de los indios y de los negros”. El sermón de las tres horas se popularizó y se extendió al resto de América y Europa. Dos siglos y medio después, en 1928 el sacerdote Carlos Martínez cayo fulminado en la Iglesia de San Pedro, mientras daba el sermón. Todo indica que su muerte se debió a la fatiga. Martínez había pasado varias horas con la voz en alto, para captar la atención de la multitud. En esa misma iglesia de San Pedro, dicho sea de paso, está enterrado Francisco del Castillo.

Recuerdo especialmente el ritual que era para mi abuela y su hermana escuchar el sermón en la TV. Yo entraba y salía del cuarto donde estaban ellas pero en todo momento, podía oír los comentarios y a veces exclamaciones de admiración por lo que el clérigo decía. Cristo estaba agonizando después de todo y era una vida que se terminaba y otra que empezaba para todos nosotros. Mi abuela y mi tía abuela vivían a fondo una fe que era capaz de redimirnos.

La redención parece sin embargo muy lejos hoy día. No deja de ser una ironía que la Iglesia de Nuestra Señora de los Desamparados donde dio el sermón el padre del Castillo fuera demolida para realizar una extensión de Palacio de Gobierno que hoy se disputan dieciocho candidatos.

Esta semana el sermón de las tres horas fue sobrepasado por el de los tres debates y por las noticias más alarmantes sobre la pandemia. No estamos pendientes de las misas o confesiones sino de las encuestas, los memes y las estadísticas. No es un consuelo pensar que si bien tendremos una vacuna contra el coronavirus no hemos inventado otras para los virus del populismo y el caudillismo.

A propósito de una época de fines y de inicios, como la que vivimos, sabemos apenas que estamos al final de un gobierno, a las puertas de otro y en medio del proceso de la pandemia. Como ya ocurrió con los tiempos de la guerra de Sendero Luminoso, los más pobres (a los que se dirigía el padre del Castillo) han sido los más castigados. A pesar de todo, los estragos de la pandemia se aliviarán en algún momento, lo que no parece poder decirse de nuestra situación política. Si nos queda algo de esperanza, habría que recordar el poema “Fin y Principio” de la gran Wislawa Szymborska: “Después de cada guerra/alguien tiene que limpiar./No se van a ordenar solas las cosas,/después de todo./Alguien debe echar los escombros/a la cuneta/para que puedan pasar/los carros llenos de cadáveres.”

Ese alguien que tiene que limpiar somos todos, incluyendo a quien se ponga la banda. Allí estará también el crucifijo de los pobres que veneraba el jesuita peruano.

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