Entre las distintas acepciones que existen para la palabra ‘ideología’, destacan tres: la ideología como deformación de la realidad, la ideología como concepción del mundo y teoría para justificar el poder de la clase dominante, y la ideología como fundamentación teórica de la acción política.
Para entender la relación que existe entre la élite empresarial y la orientación política de los partidos afines a ella, hay que concentrarnos en el segundo caso. El gran empresario, el hombre de negocios que dirige una gran corporación empresarial nacional o transnacional, tiene una visión del mundo mercadocéntrica. En esta, el mejor sistema económico es aquel en donde reina la libre competencia, prima la relación costo-beneficio y productor-consumidor, y cuya meta fundamental es lograr la mayor cantidad de ganancias tanto para él, que es un CEO, como para los accionistas. Así, no puede haber un sistema económico mejor porque, a mayor crecimiento de la economía, crece también su poder económico y el de su empresa. Si luego queda algo para repartir, enhorabuena para los empleados y los independientes que trabajan vinculados a la empresa.
En la mentalidad capitalista, lo que más vale es el dinero; el ser humano pasa a un segundo plano. El capitalismo no es antropocéntrico. El ser humano es un medio para la producción. Pero ¿qué pasa cuando surge un discurso distinto a su visión del mundo? Un discurso, por ejemplo, estadocéntrico, en el que el Estado debe conducir a la nación y puede intervenir en la economía porque es necesario tener empresas estratégicas para el beneficio del Perú. O cuando un candidato propone una sociedad igualitaria y señala que va a expropiar en beneficio del interés social. En otras palabras, cuando proponen un Estado autónomo y ajeno a su manera economicista de ver el mundo.
Frente a este discurso, los empresarios se asustan y apuestan por el o los candidatos que defienden el sistema económico que ellos quieren, porque se benefician de él.
Esta lógica los lleva a apoyar a las agrupaciones políticas que son afines con su manera de ver el mundo, financiando campañas que estén en contra del discurso estadocéntrico. No hay nada de nuevo en esto. Pero cuando este apoyo no es transparente y se hace por lo bajo, el secretismo se vuelve un indicador de que el financiamiento puede condicionar al candidato para que luego este beneficie, con obras y otras gollerías, al financiador. Una actitud inmoral y, en ciertos casos, reñida con la ley.
Este es un juego conocido en el Perú. Ha sucedido en muchos casos. Los grupos de poder económico penetran el Estado para ponerlo a su servicio y, en no pocos casos, de este proceso surge la corrupción, que ha aumentado en los últimos años.
Ahora, por lo visto, la palabra ‘penetración’ se queda corta, porque las élites económicas portadoras de una cultura plutocrática –es decir, de la imposición directa o subliminal de una concepción del mundo basada en el dinero– han tomado el control del Estado. Esto sucede a nivel mundial; esta plutocracia del secretismo es uno de los peores enemigos de la democracia, junto con el populismo tanto de derecha como de izquierda.
Como afirma Naomi Klein, activista por los derechos humanos y la protección del medio ambiente, en su obra “La doctrina del shock”, “las historias de corrupción y las puertas giratorias transmiten una falsa impresión, implican que todavía existe una línea nítida entre el Estado y el complejo [las corporaciones económicas] cuando, en realidad, esa línea desapareció hace mucho tiempo”.
Por los recientes hechos, esto está sucediendo en el Perú. Ahora, la opinión pública puede darse por enterada sobre dónde está el verdadero poder. Ya no es especulación ni constatación académica; no es un asunto de libros, es una realidad que nos ha estallado en la cara.
Así, en la hora actual, mientras la democracia esté amenazada por la plutocracia y el populismo, estará en peligro. Ya es hora de que la élite empresarial peruana saque las manos del Estado.