Después de un opaco inicio como presidente, Martín Vizcarra abandonó su estilo de ‘gobernar para durar’, cediendo a la presión de cuanto pequeño grupo se le enfrentaba. En un acto que le daría enorme popularidad, decidió tomar la iniciativa y adoptar una postura reformista aprovechando la aparición de los vergonzosos audios que revelaron la generalizada corrupción en el sistema de justicia. El mandatario planteó entonces lo que, se pensó, serían importantes reformas en el sistema político y en el de justicia, además de incluir una propuesta populista para ‘sintonizar’ con el humor popular de rechazo a un Congreso desastroso: la inconveniente prohibición de la reelección de legisladores. En el referéndum que aprobó esas iniciativas, el presidente hizo campaña en contra de la más importante de sus propuestas: la bicameralidad. Han transcurrido 14 meses desde el referéndum y nadie podría hoy afirmar que hay algún cambio positivo en los graves problemas de diseño de nuestro sistema político. El único resultado visible es la sustitución del Consejo Nacional de la Magistratura por la Junta Nacional de Justicia, una nueva entidad que claramente no está, ni por asomo, diseñada o preparada para reformar integralmente el sistema de justicia erradicando la corrupción e instaurando un efectivo imperio de la ley.
Este mes se cumplen dos años del mandato del presidente Vizcarra. No se puede ver ningún resultado útil de las reformas que propuso y, menos aún, algún avance en el alivio de los acuciantes problemas de seguridad ciudadana, empleo, salud, educación, reconstrucción del norte o infraestructura productiva. Se han desperdiciado dos años en los que el Perú pudo beneficiarse, además, del impulso proveniente de países desarrollados que se expandieron de manera sincronizada.
Más grave aún, con el anuncio del 28 de julio último –de proponer el adelanto de elecciones– y los posteriores eventos que terminaron en el ilegal cierre del Congreso, el presidente ha sumado a su patente inacción en la tarea de gobernar un aumento del déficit democrático ante el visible deterioro en el balance de poderes y la profundización de la crisis institucional. Todo parece haber girado alrededor de la preservación de la popularidad del mandatario que, lejos de ser un capital político para efectuar los cambios urgentes que requiere la nación, ha sido una simple joya de exhibición presidencial, mientras se acrecienta la incertidumbre y se asienta la parálisis económica.
Difícil saber cuál será el resultado político que nos deparen las elecciones del bicentenario. Frente al variante cartel –cada día más volátil– de posibles candidatos a ocupar la presidencia, el país espera por soluciones a problemas sobradamente identificados en la esfera económica y social: el inaceptable lento crecimiento, la informalidad, la falta de empleo, el desmembramiento de la nación unitaria causado por la fallida descentralización, el pésimo ambiente para la inversión privada y el fracaso del Estado en proveer los servicios públicos que merece la ciudadanía.
Es muy difícil esperar un gran viraje hacia la acción en lo que queda de este Gobierno, menos aún con las notorias carencias del equipo ministerial. Lo que sí se debe exigir del Ejecutivo y el Congreso sustituto es que eviten la adopción de medidas populistas que dañen las oportunidades de un nuevo Gobierno para enrumbar al país nuevamente hacia la senda del progreso.
La tarea que deberá acometer la siguiente administración es monumental. Enumeremos algunas reformas sin las que es imposible salir de la penosa situación actual. En la esfera política, se debe retomar una verdadera reforma que incluya, entre otras mejoras, la institución de un Senado en distrito único que rescate el carácter unitario de la nación y la adopción de distritos uninominales para la Cámara de Diputados. Se debe reconocer que la descentralización fue pésima y que se tendrá que replantear de acuerdo a la idea original contenida en la ley; de lo contrario, seguiremos perdiendo el control del territorio a manos de autoridades locales y regionales incompetentes, cuando no corruptas. Los grandes proyectos paralizados deben de regresar a la conducción del Gobierno Central.
El Congreso elegido el 2021 deberá nombrar a nuevos miembros del Tribunal Constitucional (es casi imposible que el Congreso sustituto lo haga) que interpreten correctamente el artículo 27 de la Constitución y reinstauren la flexibilidad laboral con la debida protección de los derechos del trabajador. El problema de la informalidad se tiene que atacar de manera global, introduciendo incentivos a la formalización al tiempo que se eliminan costos y barreras burocráticas que impiden –de facto– la formalización.
Más importante aún será la revaloración de la inversión privada como única manera de crecer, producir competitivamente bienes y servicios creando trabajo con mayor productividad y generando mayores recursos fiscales para permitir que el Estado cumpla con brindar servicios públicos adecuados.