Como bien sostiene Moisés Naím (ver entrevista publicada hoy), el Perú debería estar mejor de lo que está. Para ser aún más sinceros, deberíamos estar muchísimo mejor de lo que estamos.
Es un hecho reconocido que la riqueza natural no se traduce inexorablemente en fortuna económica, menos aún en desarrollo social y cultural. Pero tampoco es contraproducente; de hecho, aquellos países beneficiados por la madre naturaleza que gozan de instituciones eficientes e inclusivas (y, a partir de ellas, inversiones de calidad), salen muy fortalecidos a la hora de explorar las rutas del crecimiento y del desarrollo. Somos un ejemplo de lo opuesto: altísimas dotaciones de riqueza natural (mineral, forestal y agrícola, de ecosistemas y biodiversidad, acuífera y pesquera, entre tantas otras), desperdiciadas y dilapidadas por culpa de instituciones afines a la corrupción e indiferentes al desarrollo y la inclusión.
Entre las razones, Naím vuelve a meter el dedo en la llaga: somos un país de habitantes, no de ciudadanos. Con al menos 75% de la población económicamente activa (PEA) viviendo en la informalidad, es inevitable cuestionar si los peruanos entendemos la diferencia. Los primeros moran, usufructúan, lidian con el día a día. Los segundos ejercitan sus derechos y cumplen sus responsabilidades; cooperan y trabajan pensando en su tierra y su descendencia.
Esta diferente taxonomía social no es un hecho baladí. De ahí nuestra precariedad democrática y formativa: no nos vemos –unos a otros– como socios de este gran emprendimiento por construir una república, sino como competidores en un juego de suma cero, donde las ganancias de unos son la pérdida de otros, y por lo tanto hay que exprimir del resto lo que podamos. William Baumol lo llamó “emprendimiento destructivo”: cuando la disputa de rentas opaca la creación de riqueza. No es un tema solo económico; no hay beneficios detrás de atropellar el paso peatonal, colarse en el cine o echar el aceite a la alcantarilla, y si bien desoír a la autoridad, corromper al policía o al funcionario de turno podría generar un beneficio marginal, el costo institucional y nacional es inmensurable. Pero ahí seguimos, tal como en la década pasada, y la pasada, y así. Somos una república en lo formal, pero vacía en contenido.
¿Cómo revertir esto? Naím vuelve a la carga: no hay reforma posible en medio de tanta hostilidad y polarización política. Cierto: nuestra práctica política se basa en oposición y polarización, no en debate y consensos. Por supuesto que la democracia también se nutre de la crítica y la batalla de ideas; pero no de la insidia, el odio y la aniquilación del otro.
Nuestro desarrollo pasa por reformas institucionales que promuevan inversiones de alta productividad, que formalicen y que financien servicios sociales que adecenten la calidad de vida de millones de peruanos. Ello, por supuesto, requiere consensos, y estos requieren de líderes ecuánimes y honorables. Si pensáramos como ciudadanos, y no como habitantes, buscaríamos y promoveríamos estos últimos.