La palabra trabajo viene del latín tripalium que designaba una horrenda herramienta de tres puntas con la que se sujetaba a las bestias o aporreaba esclavos. Si bien hoy pensamos en el trabajo como una actividad que dignifica, la mayor parte de nuestra historia ha estado asociada al sufrimiento y a la tortura. ¿O acaso hemos olvidado que a Adán y a Eva los expulsaron del paraíso y los condenaron a ganarse el pan con el sudor de su frente? El ocio era el regalo de Dios; la chamba, una maldición.
Trabajaban los esclavos, los pobres, los siervos. Los nobles y los poderosos disfrutaban de la libertad que otorga el no tener que pensar qué vas a comer al día de mañana. En la magnífica serie inglesa Downtown Abbey, que retrata el tránsito entre una sociedad aristocrática y una burguesa, Maggie Smith interpreta a la matriarca de una familia que todavía vive del color de su sangre. Su personaje se atreve a preguntarle con desconcierto a un joven burgués “¿Qué es un fin de semana?”. Esa interrogante solo puede tener sentido para dos categorías de seres humanos: los que trabajan sin descanso y los que no trabajan nunca.
El mundo ha cambiado y el trabajo es un derecho, ya no un castigo. No tenerlo se considera un problema que las sociedades deben resolver. Basta pasar unos meses sin percibir ingresos que nos permitan pagar cuentas, procurarnos alimentos o educación para entender que un mal empleo es mejor que ninguno.
Trabajar es una manera de estar vivo. De seguir perteneciendo al mundo. El desempleado es un desterrado, un paria, sobre todo, en una sociedad en la que se vive para consumir, en la que la felicidad tiene las dimensiones del closet donde se guarda la ropa que no necesitas. Por eso, cada vez que se arma una discusión sobre si se debe subir o no el sueldo mínimo, sobre si la trabajadora del hogar debe tener bonificaciones completas, se me pone la piel de gallina. Entiendo las complejidades que los aumentos de sueldo pueden traer para determinadas industrias, los impactos que pueden acarrear en los costos de producción, pero no puedo evitar pensar ¿y con eso alcanza para descansar? ¿Completar la canasta básica familiar es suficiente para tener una vida plena?
Una vez, el padre Gastón Garatea que debe saber más de las necesidades de los otros que ningún político o empresario, me dijo que una de las caras más tristes de la pobreza es que se trata de individuos que no tienen derecho al ocio. Que su vida es una rueda constante en la que trabajan sin parar, porque, de otra manera, no comen.
Es curioso, supuestamente hemos evolucionado hasta lograr que el trabajo sea una herramienta del hombre para procurarse bienestar y felicidad. Nos espantamos de las condiciones de esclavitud en las que vivieron millones de seres humanos a lo largo de los siglos. Sin embargo, acá estamos nuevamente; siendo cómplices y testigos de una de las caras más crueles de la desigualdad: esa que divide a los hombres y mujeres entre quienes se liberan a través del trabajo y quienes siguen condenándose a no poder hacer nada más.
Dice José ‘Pepe’ Mujica, esa gran persona que es expresidente de Uruguay, que uno no puede trabajar para terminar esclavo de una vida consumista, que la felicidad que buscamos comprando cosas que no necesitamos nos quitan libertad. Pagamos con horas y minutos de vida que nadie nos devolverá, eso que no llena el alma, pero vacía la billetera.
Imposible no estar de acuerdo con él, no se trata de ensalzar la pobreza, sino de fomentar la austeridad. Pero cuando los ingresos solo alcanzan para comprar lo indispensable, para sobrevivir, esa libertad tan ansiada sigue siendo inalcanzable, tanto como lo era para un esclavo del pasado. Por cierto... Feliz Día del Trabajo.