Gonzalo Banda

Las distinciones permiten el nacimiento de la . Un mundo donde todo se viera con un mismo color sería un mundo sin política. La distinción hace posible el nacimiento del fenómeno de lo político. Pero las distinciones, antes que suponer antipatías, suponen una identificación política. Sin identificación política solo se construyen vínculos basados en el resentimiento, y no hay sociedad democrática que pueda perdurar basada en la idea de construir sobre las ruinas de la antipatía. Por eso, la peruana se encuentra asediada, porque ha sido incapaz de procesar sus descontentos a través de la identificación de liderazgos políticos con ideas sobre el Perú, sino con ideas en contra de lo que surge en el Perú.

De ahí que la movilización social sea espasmódica, porque nada echa raíces, porque los proyectos políticos nacen para fallecer en unos cuantos años. Nada fructifica porque lo único que puede asegurar que una idea política tenga éxito en el Perú es la oposición a algún actor político que haya detentado una cuota de poder. Sea que se trate de un partido anticomunista, o antifujimorista, o anticaviar, las identidades basadas en las antipatías no han cultivado el vínculo ciudadano; porque pueden aglutinar a un bolsón gigante de votantes, pero jamás alinearlos con sus principios fundamentales, con su visión sobre el país.

Hay varias razones para que este camino garantice una derrota segura. Primero, nuestra cultura política atraviesa uno de sus peores momentos desde el retorno a la democracia. Tal vez la democracia puntúe muy bien en algunos círculos intelectuales, pero para el ciudadano que tiene que enfrentarse a un sistema de salud quebrado o hacer frente al alza de los precios de los alimentos, la democracia parece un régimen político que no ha podido satisfacer sus demandas. Por eso el eslogan “esta democracia ya no es democracia” no solo es válido metafóricamente, sino también metafísicamente.

Es decir, si la democracia peruana supone elecciones libres, alternancia en el poder y garantizar las libertades de los ciudadanos, pues no parece tan lejana la idea de que muchos ciudadanos consideren que la promesa de la democracia peruana les ha fallado. Pero les ha fallado porque en lugar de construir una lealtad política basada en la promesa de cómo será el país, lo han construido sobre la idea de cómo no será el país. Y esa idea no es sostenible en el tiempo porque apenas acaba un proceso electoral, acaba el deseo irrefrenable de permitir que el opositor gane, pero no se tiene la más peregrina idea sobre cuáles son los mínimos acuerdos que sostenían una coalición política.

La antipatía por el enemigo político no es peruana. Existe en todo el mundo: el antibolsonarismo, el antipetismo o el antitrumpismo son fenómenos muy cercanos y que tienen una importante influencia en sus sociedades, pero esas antipatías se estructuran como parte de identidades políticas mayores, que metafísicamente tienen una sustancia: usted es el partido de los trabajadores, usted el de los empresarios, usted el de las libertades, usted el del orden, entre muchos otros conglomerados. Pero, en un país como el Perú, con un desierto de oferta política, los políticos no tienen estímulos para construir ideas políticas, sino solo para destruir al adversario. Por eso abunda la incoherencia. Puede haber congresistas profundamente liberales y conservadores al mismo tiempo, algo así como la negación del principio de no contradicción.

Construir una democracia en esas condiciones es insostenible, nos arroja sobre la eterna condición plebiscitaria del Perú, sobre el eterno giro de inestabilidad, sobre la imposibilidad de amalgamar algo que eche raíces. Nuestros políticos cambian de camiseta porque no tienen sustancia, porque nuestras instituciones se han preocupado tanto de evitar algunos daños teóricos, que olvidaron que había que garantizar la sobrevivencia del sistema de partidos, porque sin sistema de partidos sólido, sin ideas políticas, la política degenera. El Perú es una demostración empírica de que los ciudadanos pueden estar cansados de todo y que mandar al garete todo no produce un orden espontáneo. Guardini decía que el orden empieza por algún sitio. Si queremos que la democracia peruana deje de sufrir infartos, deberíamos empezar por fomentar el respeto de la diferencia desde la coherencia política. Eso supone enfrentar a grupos radicales que solo tienen por agenda minimizar al rival político, que se ponen cascos o escudos, amenazan, persiguen o amedrentan, incendian o saquean bienes públicos. Tal vez así la democracia pueda ser aún democracia.

Gonzalo Banda es analista político