Desde sus modestos orígenes en 1776, Estados Unidos de Norteamérica fue considerada una “república modelo”. Ese “disparate inconcebible”, como la denominó Domingo Faustino Sarmiento, fue objeto de admiración, temor, odio e incluso de utopismo y fantasía. El enigma sajón fascinó a los viajeros latinoamericanos quienes, a partir del siglo XVIII, enrumbaron a Nueva York, Boston o Washington DC para descubrir los fundamentos políticos y económicos del experimento más fascinante de la era moderna.
El intelectual y revolucionario caraqueño Francisco de Miranda (1750-1816), fue uno de los primeros que dejó testimonio escrito de su visita a la ex colonia británica. “No dejaré de mencionar, que el espíritu de republicanismo es tal en este país que el mozo de mulas que gobernaba el carruaje y todos los demás nos sentábamos juntos en la mesa”, anotó en su diario de viaje.
José Arnaldo Márquez (1832-1903), quien también escribió un diario sobre su viaje a la república del norte, quedó impresionado por su vibrante asociasonismo y la calidad de su prensa. Para el escritor e inventor peruano, tanto “un descubrimiento, una invención o un suceso cualquiera” se difundían “con eléctrica rapidez” a través de los centenares de periódicos “enciclopédicos” que circulaban a lo largo y ancho de las ciudades norteamericanas. Por su parte, el poeta venezolano Juan Vicente Camacho (1829-1872) anotaba maravillado: “Todo se mueve automáticamente en este país, y en ninguna parte se ve señales de gobierno y autoridad”.
Sin embargo, para el mexicano Justo Sierra (1848-1912), la democracia del vecino poderoso era “solo para blancos”. Más aun, el progresismo y el secularismo del que se preciaban los estadounidenses fue cuestionado, con pruebas en la mano, por su paisano Lorenzo de Zavala (1788-1836), un testigo de excepción de la terrible amputación territorial sufrida por México en manos de la república-imperio.
José Martí (1853-1895) es el viajero que abordó con mayor claridad las grandes contradicciones de una república que nació esclavista, se inventó un destino manifiesto, además de un sentido de excepcionalidad que aún despierta pasiones. En medio de una actividad económica febril, una suerte de Estados Unidos bipolar acumulaba, de acuerdo a Martí, “elementos feroces y tremendos”. La competencia sin control generaba muchísimo odio, que tarde o temprano –vaticinaba–, debía explotar. El padre de la independencia cubana comprendió que el poder en Estados Unidos descansaba en los grupos de interés que, además de controlar el Congreso, vivían suntuosamente, a merced de colosales especulaciones. Así, el afán exclusivo por la riqueza pervertió el republicanismo originario, haciendo a un gran número de norteamericanos indiferentes a la cosa pública.
A pesar de que Martí admiraba la vitalidad del pueblo norteamericano, respetaba su Constitución y vivía impresionado por su “prosperidad maravillosa”, el cubano no dejó de denunciar el poder inconmensurable de las corporaciones y su brazo armado la prensa regimentada. En Estados Unidos, los representantes del Congreso eran, en su mayoría, los siervos de empresas colosales y opulentas que decidían, con su peso inmenso en la hora del voto, la elección o desaparición de un candidato.
La despolitización del cuerpo social, sobre la cual Martí advirtió, y el desprecio por las ideas y los valores primigenios, fue la consecuencia lógica de esa obsesión norteamericana con la expansión ilimitada y la competencia por el dominio económico mundial. Hay que recordar que hasta el mítico Franklin D. Roosevelt se vanagloriaba de tener gobiernos títeres en las ‘banana republics’ para servir a los intereses norteamericanos.
El cúmulo de contradicciones que señalaron con lucidez los viajeros latinoamericanos que visitaron ese país en el siglo del auge y el declive del republicanismo clásico se agudizó durante el violento siglo XX, donde un puñado de notables políticos estadounidenses fue asesinado a lo largo de la década de 1960. Vietnam y otras invasiones, entre ellas las ocurridas en el Caribe, fueron mermando la moral pública y privada de una república quebrada, más recientemente, por la desregulación, el traslado de puestos de trabajo al extranjero, el cierre de hospitales mentales, la proliferación de la heroína, la violencia discriminada en sus centros urbanos, el mito de las armas de destrucción masiva (que llevó a la guerra contra el terrorismo liderada por George W. Bush) y la especulación de Wall Street en valores hipotecarios. Lo que marcó el fin del sueño americano (el de la casa propia y el trabajo digno).
¿Cómo ubicar a Donald Trump en esta historia compleja que parece entrar en una encrucijada decisiva? Theodor Adorno, el intelectual alemán que vivió en Nueva York y California por una larga temporada, sostenía que el mayor peligro para la democracia norteamericana era su cultura de masas, basada en la industria del cine, radio y televisión. El fundador de la Escuela de Frankfurt opinaba que este aparato funcionaba de manera dictatorial, ya que promovía la conformidad, adormecía el disenso y acallaba el pensamiento crítico. Luego de analizar una serie de películas producidas en Hollywood, en la década de 1940, Adorno concluyó que la “industria cultural” estadounidense replicaba los métodos fascistas de hipnosis colectiva. Rompiendo así esa tenue línea que separaba la realidad de la ficción.
Trump es un producto de la evolución histórica americana que, en este momento, pretende redefinir la globalización dentro de los parámetros de la política como espectáculo y la relativización de la verdad. ¿Será posible que un discurso alternativo, basado en los valores que fundaron la “república modelo”, entre ellos la democracia y la igualdad ante la ley, despierte del letargo y la abulia a una ciudadanía adormecida y reinstale el norte que se necesita para navegar este incierto siglo XXI?