Para los egipcios existían solamente las cosas nombradas y para los griegos había apenas cinco colores, porque eran los únicos que tenían nombre. Los otros colores no existían, por carecer de nombre. Conceptualizamos y nombramos las cosas y únicamente así las sentimos existentes. De ahí, por ejemplo, la necesidad que tienen los amantes de declarar su amor. Declarándolo creen ser sentimentalmente veraces.
Desde tiempo inmemorial la verbalización se ha considerado prodigiosa y se ha tenido por indubitable que la creación es obra de la palabra, obra del verbo. “ Y dijo Dios: ‘Haya la luz’, y hubo luz.” La creación por la palabra es un acto mágico y el dios veterotestamentario que ordenó lo recién dicho es por supuesto un gran mago.
Ahora bien: las cosas dichas tienen que ser bien dichas porque toda lengua tiene una normatividad, un estatuto, un conjunto de reglas y principios, y por eso uno no puede hablar como le parece, o como se le ocurre, o como le da la gana.
Desde luego que en el lenguaje coloquial, en las conversaciones, en las charlas de café, las permisiones lingüísticas son mayores. Los lingüistas alemanes llaman a esto Ungebunde Rede, el habla sin trabas.
A contrario sensu, la lengua escrita, la prosa, es el habla con trabas, es decir, con reglas muy precisas. Si las violamos, entonces nos convertiremos en fraseoclastas y nos expresaremos bárbaramente.
Recuerdo, a este propósito, una anécdota referida por un argentino de mucho saber y preclara docencia, don Joaquín González, que en cierta ocasión hubo de auxiliar a un colega de asamblea, que por cierto sabía muy poco o nada de gramática, o que sabiendo algo, la malquería.
El tal colega, escuchando disgustado a un adversario, prorrumpió con fiereza y dijo fieramente:
“Erra de medio a medio el señor opinante.”
González, y no sólo él, pero él, principalmente, advirtió inmediatamente el yerro, y muy discreta y suavemente, corrigió a su colega por lo bajo, con el pretexto de aprobarlo, y le dijo:
“En efecto, yerra completamente su adversario.”
Advertencia que el otro cogió al vuelo, porque era ignorante pero no tonto.
Prosiguió el debate y el impugnador redoblaba sus ataques, y fue tanto el redoble, que el amigo de don Joaquín se puso violentamente de pie y dijo con vehemencia, alzando mucho la voz:
“Y mi impugnador sigue yerrando, sigue yerrando…”
Nosotros nos reímos o sonreímos del yerro. ¿Por qué? Porque sabemos que hay verbos regulares y verbos irregulares. Verbo regular es el que se conjuga sin alterar la raíz, el tema o las desinencias; por ejemplo, amar. Verbo irregular es el que se conjuga alterando la raíz, el tema o las desinencias; por ejemplo, ir, o en el caso de que se trata, errar.