Que Mario Vargas Llosa haya escrito su ensayo “La civilización del espectáculo” aún antes del apogeo de las redes sociales debería ser desconcertante. En el libro, del 2012, el autor denuncia la banalización de la cultura y lamenta el reemplazo de los grandes referentes intelectuales y artísticos del pasado –quienes solían guiar el pensamiento crítico de las sociedades– por figuras superficiales cuyo principal mérito hoy es entretener. La tesis del Nobel de Literatura fue acusada por algunos de ser elitista y ofrecer una visión demasiado occidental de la cultura, pero –en tiempos en los que videos de un minuto en redes sociales son considerados ya demasiado largos para ser vistos por la mayoría– sus principales observaciones en algunos campos están aún más vigentes que hace una década.
Uno de los más notorios es la política. La exitosa campaña electoral de Donald Trump en el 2016 ha sido sin duda el caso más contundente a nivel global, pero está lejos de ser el único. La crisis de representatividad en varias democracias maduras responde, en parte, a que ser un ‘outsider’, un novato en asuntos de Estado, tiene hoy un atractivo adicional frente al descrédito del político y burócrata con años de experiencia.
En el Perú, el ninguneo a los profesionales del sector público ha llegado a niveles aún más alarmantes. En política, la destrucción de los partidos tradicionales –en cuyo origen está también su propia miopía– nos ha llevado hasta aquí. Su hundimiento no solo explica el descampado de pequeños candidatos en la primera vuelta electoral del año pasado, sino también que se siga defendiendo la prohibición de la reelección de alcaldes, gobernadores regionales y congresistas; un sinsentido por donde se le mire, pero muy a tono con los tiempos. La experiencia en política no suma, mancha.
Los consejos expertos también han sufrido una degradación popular. Hasta hace no mucho, por ejemplo, el Congreso escuchaba con más atención a instituciones como el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), el Banco Central de Reserva (BCRP), la Superintendencia de Banca, Seguros y AFP (SBS), y cualquier otro ente o especialista con suficiente competencia en un asunto complejo antes de empujar leyes con gran potencial destructivo. De un tiempo a esta parte, no obstante, el juicio y las evidencias de quienes han estudiado el tema por décadas son solo su opinión; y esta vale igual que la siguiente. Hasta hace no mucho, también el propio Ejecutivo escuchaba con más atención al MEF.
Lo más reciente ha sido el ninguneo de la experiencia dentro del aparato estatal en la esfera del Ejecutivo. En más de un ministerio y entidad pública, funcionarios diligentes y competentes, con décadas de servicio, han sido reemplazados por otros con poca o nula trayectoria en el campo requerido. Claro que esto, a veces, ha tenido menos que ver con la civilización del espectáculo y más que ver con el espectáculo de la cooptación, esa de la que hemos sido testigos.
Sea como fuere, el resultado termina siendo el mismo: en varios espacios críticos de decisión, los responsables son los que menos conocen del tema. A saber, los expertos también cometen errores que, complementados con su ocasional soberbia y falta de empatía, explican parte del rechazo que viven hoy. El problema es el círculo vicioso que ello gatilla. Personas competentes y honestas estarán cada vez menos atraídas a cualquier función pública, lo que a su vez deteriora aún más al sector y lo hace todavía menos atractivo para otros profesionales.
Hacia el final de su ensayo, Vargas Llosa escribe que, llegado cierto punto en su camino intelectual y artístico, empezó a sentir que el mundo le estaba tomando el pelo. Y que este no era un hecho “aislado, casual y transitorio, sino un verdadero proceso del que parecían cómplices” los principales responsables y un público “a los que ellos manipulaban a su gusto, haciéndoles tragar gato por liebre”. Cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia.