"La persistencia de Sendero Luminoso en imponer sus usos ha pasado de ser una amenaza totalitaria a un mal crónico". (Foto: Andina)
"La persistencia de Sendero Luminoso en imponer sus usos ha pasado de ser una amenaza totalitaria a un mal crónico". (Foto: Andina)
Carlos Enrique Freyre

La noche del 23 de febrero de 1983, asistí sin ser invitado a un evento que terminó siendo un hecho recurrente para los niños de mi generación. Fui a ver a mi padre jugar fulbito en el campo deportivo del parque Mariscal Castilla, en Lince, y en eso, comencé a escuchar decenas de sirenas policiales y de ambulancias, con su loquerío de aullidos y luces. Me acerqué por una rendija y miré al frondoso parque. Muchas personas –supongo que parejas sorprendidas en amoríos entre los arbustos– corrían alocadamente en dirección a San Felipe. Y, con mis amigos, me uní a la corriente.

Hasta que me detuve donde se detuvo el resto. Pocos minutos antes, miembros de Sendero Luminoso, habían asesinado a tiros a un guardia civil que custodiaba la Embajada de Nicaragua. El cuerpo ya había sido retirado, pero nadie había limpiado el charco de sangre. Era un charco rojo, inmenso, como un pequeño mar. Y digo “como un mar”, porque 34 años después todavía tengo la imagen conmigo, grabada con un cincel de hierro. 34 años después, en un paraje de la sierra huancavelicana, tres policías nacionales cayeron abatidos por las ráfagas del terrorismo. La experiencia común hace suponer cómo fue ese ataque, sin adentrar en detalles.

En la reconstrucción de nuestros hechos como nación, la persistencia de Sendero Luminoso en imponer sus usos ha pasado de ser una amenaza totalitaria a un mal crónico. Las Fuerzas Armadas y policiales, con esa vocación de glóbulo blanco que no les falta, terminaron sumándose al ajedrez que impuso la violencia para contrarrestarla. Ha sido una extensa brega, con pausas estratégicas y sin perdones. Una mañana de 1994, andaba por la Plaza de Armas de Moquegua y vi al teniente de artillería Johnny Vaderrama Prado con su esposa, una joven un poco mayor que yo, que estudió en el colegio Santa Fortunata. Tenían dos hijas mellizas. No sabía que lo estaba viendo, en realidad, por última vez.

Traicionado por un falso guía en el Huallaga, Valderrama ingresó a una trocha minada donde los esperaban para cazarlo. Aturdido por las explosiones y virtualmente indefenso, les pidió a sus atacantes ser muerto con la dignidad de un oficial del Ejército Peruano y porque, además, era padre de familia y esposo. Con un machete en la mano, su ejecutor le dijo: “¿Y a mí que me importa?”.

En pleno 2017, nuestro mal crónico nos da, cada vez que puede, señales de su existencia con esos zarpazos que irrumpen para aumentar el número de viudas y huérfanos. La poderosa guía de la ideología senderista pudo enconar a una parte de nuestra nación contra la otra. ¿Por qué subsiste una idea que puede catapultar a la violencia como forma de mejorar la vida de los demás? Para Sendero, el costo en vidas sería gratamente pagado cuando el poder del partido se haga cargo de aquellas injusticias esculpidas desde nuestro nacimiento como república. Una lucha política que hace derramar lágrimas no necesariamente a sus camaradas, sino a peruanos cuyo único pecado es pensar diferente.

Pero siempre habrá quienes hagan frente a esa tendencia, que creíamos anacrónicas y que se las ingenia para reverdecer en mentes juveniles, más que golpeadas. Conozco muchos hombres que no dudan en penetrar en la vastedad del bosque selvático o irrumpir a pie por las heladas sierras. Algunos no han vuelto. No sabe, señor lector, lo difícil que es para un militar comunicarle a la madre de un caído la noticia de su arrojo. Es más: uno quisiera ser la víctima para ahorrarse el dolor de ser emisario de esa noticia. Adiós, valientes policías del Perú.