Jaime de Althaus

El adelanto de generales no es constitucional. Por eso requiere una reforma de ese nivel, difícil de aprobar. Podría haber varias razones para tal adelanto, pero la que se esgrime es que se requiere como solución a la crisis política.

Pero ¿en qué consiste esa crisis política? En la reacción de sectores andinos convencidos de que su representante, Pedro Castillo, fue derrocado por su origen y sus proyectos, y no por haber intentado dar un golpe de Estado para escapar de muy serias denuncias de corrupción. Esa narrativa ha sido estimulada y potenciada por dirigencias radicales de izquierda, entre las cuales la más potente es la del Movadef, y por el concierto de presidentes bolivarianos, con el propósito de avanzar hacia una asamblea constituyente que instaure un nuevo orden sin democracia y sin economía de mercado. Orden al que se suman las economías ilegales, que buscan recuperar la patente de corso que tuvieron durante el de Castillo.

Entonces hay que diagnosticar bien en qué consiste y cuáles son los motores de la crisis política. Por supuesto que el sentimiento de despojo (del voto), aunque se origine en una posverdad, es real y ha sido potenciando por las muertes. No atenderlo puede ahondar un sentimiento de revancha frente al sistema. Pero ese gran malentendido se combate explicando qué fue lo que realmente pasó. Y esa explicación no se ha dado a cabalidad. También investigando las muertes, por supuesto, pero ubicando y procesando asimismo a los responsables de los ataques, incendios y bloqueos criminales, lo que no ha ocurrido.

El hecho es que las dirigencias clasistas y divisionistas, pese a la ilegalidad de sus demandas y de sus acciones, están teniendo éxito en generar una dinámica que refuerza los sentimientos antisistema y anti-Lima, al punto que aumenta el porcentaje de quienes aprobarían una asamblea constituyente –también como ilusoria solución al caos que ellas mismas generan–, por más que prefiriesen cambios parciales, según como se pregunte. Y la mayoría ya se compró la demanda de un adelanto de elecciones e incluso de la renuncia de Dina Boluarte.

Es decir, la batalla política, la batalla de las mentes, de la narrativa, la está ganando la insurrección. Ese es un hecho que debilita al Gobierno, que tiene muy baja aprobación. Por eso, mantener las elecciones al 2026 podría ser peligroso y a la larga afectar a la centroderecha en la medida en que se la asocie con el gobierno de Boluarte, anulando el pasivo de la izquierda de haber estado asociada con Castillo y con la violencia de las protestas.

Sin embargo, la insurrección como tal tiende a implosionar. Queda confinada cada vez más a tres regiones en el sur, en las que ya aparecen organizaciones de resistencia a las microdictaduras radicales que bloquean, obligan por la fuerza a cerrar mercados y reprimen cualquier opinión disidente atacando a periodistas e incendiando un canal de televisión como ocurrió en el Cusco. En esta ciudad se creó desde enero el colectivo Cusco, Paz y Desarrollo que tiene chats con más de 1.500 participantes, y que desarrolla acciones para romper la dictadura y recuperar la paz y el orden. En Puno los comerciantes de los mercados han proclamado en un pronunciamiento que “estamos cansados de las amenazas de nuestros dirigentes que nos obligan a hacer el paro que no ha dado ningún resultado… [y que] parece que están involucrados con los senderistas ya que en forma violenta nos exigen seguir con el paro”.

La gente está harta y quiere trabajar. Lo increíble es que desde la sociedad civil no se haya lanzado una campaña de comunicación para capitalizar el descontento de la población con estas dictaduras locales. Si no se dan estas batallas comunicacionales y políticas y se entrega la narrativa por completo a la izquierda radical, lo mejor es aceptar la derrota y adelantar las elecciones.

Jaime de Althaus es analista político

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