La última columna que nos dejó Enrique Bernales, “El Estado que no somos”, lamentó la falta de autoridad en el Perú, de “la autoridad que administra el orden, la seguridad, la paz y los servicios necesarios para una coexistencia pacífica”. Si bien Bernales acepta que todo Estado se construye en el tiempo, considera que para esa tarea “nos ha faltado continuidad, perseverancia y estabilidad”. La explicación, entonces, se encontraría en el pasado. Pensando en esa deficiencia evolutiva, me puse a hacer una breve recapitulación de nuestra historia, de los casi 500 años desde la Conquista.
Lo más saltante de esa reflexión fue comprender la mocedad de la nación peruana, conclusión que sorprende porque nos hemos creído nuestra propia propaganda, esa de “Perú, país milenario”. ¿Acaso no es difícil caminar por cualquier rincón del país sin tropezarse con una huaca o un huaco? Pero, buscando una explicación de las deficiencias que reclamaba Bernales, lo que interesa no es la edad de los restos arqueológicos sino el tiempo que ha existido para el siempre gradual proceso de formación cultural y nacional.
Para empezar, los casi 300 años de la Colonia fueron un período de mínima posibilidad de desarrollo político nacional, mucho menos dentro de un esquema de democracia y derechos humanos. En ese lapso, el Perú era un simple territorio, propiedad personal del monarca español, que desde España tomaba las decisiones y daba las órdenes que dirigían la vida de la Colonia. La mayor parte de esas instrucciones se dirigían al objetivo central de la propiedad colonial, la extracción de rentas en la forma de oro y plata, y del monopolio comercial. Una consecuencia de ese gobierno a distancia, severamente limitada por las demoras en la comunicación y dificultades para la fiscalización, fue la instalación del famoso “se acata pero no se cumple”, concepto hoy convertido en la informalidad que debilita y relativiza la aplicación estricta de las normas. Si bien en la Colonia se presentaban retos que podríamos considerar de carácter nacional, como el trato a la población indígena, la nación peruana y su Estado correspondiente, existían solo en forma potencial, como semillas de algarrobo que han caído en la arena y deben esperar décadas y hasta centurias hasta que una poderosa lluvia las active.
Esa activación se dio finalmente con la independencia, cuando recién puede iniciarse un proceso de desarrollo nacional en el molde de una república democrática. Pero el contexto para la nueva nación no incluía la previa existencia de un Estado nacional, mientras que, de otro lado, debía enfrentar enormes brechas regionales, raciales y económicas que debilitaban, hasta casi ridiculizar, las pretensiones del proyecto republicano. De hecho, la mayor parte del siglo fue consumido por conflictos armados y caos estatal. El intento de Manuel Pardo de forjar una nación en el molde del proyecto republicano terminó en su asesinato.
Un obstáculo adicional para el desarrollo de un Estado nacional durante todo el siglo XIX fue la extrema desconexión interna del país. Hasta fines del siglo, el Perú era un país extremadamente pequeño en población, con apenas dos millones de ciudadanos que vivían casi todos esparcidos y mayormente aislados en áreas rurales de la sierra. Incluso las pequeñas poblaciones de los valles de la costa vivían casi sin conexión entre ellas por la falta de caminos, la dificultad de cruzar desiertos y la lenta navegación. Antes de la llegada de las naves a vapor, el viaje de Paita a Lima podía demorar varias semanas. En la sierra la mayor parte de la población vivía en pequeños pueblos severamente aislados uno del otro, como ha descrito Uriel García. “La aldea es un claustro montañero donde la acción del hombre tiene un límite constreñido [...]. Cada pueblo es una cueva donde el hombre vive preso”. Como bien entendió Pardo, la solución de esas separaciones físicas era una condición necesaria para la creación de una nación.
Solo en los últimos años del siglo XIX e inicios del XX se inicia un verdadero despegue que combina un crecimiento económico más diversificado con acercamientos políticos que incluyen el acceso al sufragio, la tolerancia de movimientos obreros, y una burocracia más ordenada y solidaria. El marco que hizo posible esos avances fue un salto, casi revolución, del transporte y de la comunicación. Sin embargo, pasaría gran parte del siglo XX antes de que esa nueva conexión llegara a los pequeños pueblos-claustros de Uriel García.
El avance hacia un Estado funcional está condicionado al desarrollo de camiseta, los sentimientos de solidaridad y de pertenencia que, a su vez, se refuerzan cuando se percibe un Estado que realmente representa a todos. El salto tecnológico en la conectividad producido por los caminos, el celular y el Internet están contribuyendo a crear nación, lo que a su vez facilita y apoya al Estado. Contribuye también el desarrollo del mercado, donde el éxito depende de la cooperación, de la confianza, del conocimiento del otro y del buen trato. Estamos avanzando hacia el objetivo que todos compartimos con Bernales.