Esta semana, la pandemia del COVID-19 mostró su inclemencia, situándonos como el país con el mayor ratio de infectados en el mundo. La crisis va sumando más de 150 mil contagiados y más de 4.000 muertos (cálculos privados apuntan a cerca de 10.000); en lo económico, ni qué decir: el PBI de marzo se contrajo 16,2%, y solo en el trimestre febrero-marzo-abril se perdieron 1,2 millones de puestos de trabajo solo en Lima.
El país se encuentra en el peor momento de la crisis sanitaria y, aunque la velocidad de propagación del virus ha disminuido, sigue expandiéndose en terreno positivo. Es decir, no podemos saber si estamos en una meseta a poco de empezar el descenso o, más bien, a poco de descubrir un rebote que nos mantenga en la pesadilla.
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Esta tragedia presenta al país una coyuntura crítica: o bien seguimos actuando dentro de la lógica habitual, o bien trabajamos en conjunto para salir de la crisis cuanto antes y, quién sabe, de paso situamos las bases para colaborar en el futuro.
A mediados del año pasado, como parte del proyecto Perú 2050 impulsado por el diario El Comercio, se trabajaron algunos escenarios con miras a los próximos 30 años (ver entrevista hoy con Elizabeth Pinnington). Como recordamos, los mismos plantean retos importantes para el país. En el primero (Perú inercial) no se hacen reformas importantes, el Perú del 2050 sigue la tendencia de la inacción, con pequeños ajustes por factores exógenos (cambios tecnológicos, políticos, ambientales u otros). El segundo escenario imagina un ejercicio de colaboración continua que permite hacer reformas con miras a los retos que el futuro presenta. El tercer y cuarto escenario se derivan de un ambiente polarizado y anárquico donde, o bien el liderazgo se divide, sea por causas políticas, económicas o sociales (Perú fragmentado), o bien el poder político cae en manos de un protector (Perú autoritario).
La clave del éxito o del fracaso futuro reside, entonces, en la capacidad de nuestras élites de crear consensos. De hacerlo, será posible trabajar con optimismo, a sabiendas de que la colaboración entre los distintos líderes redituará en políticas públicas útiles en distintos sentidos. De lo contrario, pues, o bien seguimos perdiendo el tiempo (como los últimos diez años), o bien cederemos el país al caos o a un caudillo.
Por años, el Perú ha sobrellevado una polarización política brutal, donde se han privilegiado la confrontación, la exclusión y el insulto. Hoy, la misma reside en redes y plazas, pero también en los estamentos políticos, económicos, sociales y culturales. Entonces, por un lado, nuestro futuro exige acuerdos, pero por el otro la realidad premia el enfrentamiento. ¿Se beneficia de ello la ciudadanía? ¿Construiremos mejores instituciones, colegios u hospitales con ello? ¿Desarrollaremos mejores ciudadanos? Por supuesto que no.
Es momento de poner las armas de lado, de poner al país por encima de las diferencias (aun cuando ellas existan), de pensar en las próximas generaciones (marginadas de dicha decisión). Si el Gobierno no es capaz de entender la magnitud de esta crisis y de actuar en concordancia, buscando ayuda en la clase política, en el sector privado o académico y social, pues entonces otro liderazgo debe asumir dicha convocatoria. El país no da más.