Se habla y escribe, no sin razón, que en algunos países han surgido discursos populistas de izquierda y de derecha, pero se dice poco de otra tendencia: el elitismo.
El elitismo cree que una minoría debe gobernar y desconfía del pueblo, a diferencia del populismo, sobre todo de izquierda y hasta de centroizquierda, donde el pueblo incluso es la fuente de inspiración.
Por ejemplo, fueron elitistas James Madison y Simón Bolívar (atención venezolanos) y lo es Henry Kissinger. Para ellos no se puede confiar en el pueblo porque puede “errar” y, como comenta el politólogo norteamericano de origen polaco Adam Przeworski, para los elitistas “el error más grave que puede cometer (el pueblo) es usar sus derechos políticos para perseguir la igualdad social y económica, asociarse en busca de salarios más altos, seguridad material y atacar la ‘propiedad’”.
El elitismo es la universalización de una idea que pretende convencernos de que solo una minoría superior a los demás debe gobernar. Divide a los seres humanos en superiores e inferiores, entre superordinados y subordinados. La palabra más odiosa para un elitista es “igualdad”.
Siempre debe gobernar una minoría, no importa si esta es autoritaria, totalitaria, tecnocrática e incluso democrática, lo que es un sinsentido, porque la igualdad es uno de los principios fuertes de la democracia.
Sin embargo, como advirtió a comienzos de los años 50 el famoso sociólogo C. Wright Mills en su libro “The Power Elite”, también en las democracias surgen minorías que gobiernan, pero a diferencia de las otras élites, nacen del voto popular.
Hay, claro, que diferenciar élite de elitismo, pero en todo caso siempre estarán referidos a la idea de que el poder debe recaer en una minoría. Como se puede ver, todo elitismo es antidemocrático porque desconfía del poder ciudadano y en el caso de las élites que creen en la democracia, la perciben, no como un valor, sino como un procedimiento de selección de autoridades, en el que el pueblo vota, pero no participa. A esta forma de entender la política el politólogo italiano Giovanni Sartori la llama democracia de élite.
El elitismo es tan peligroso para la democracia como las dictaduras, la plutocracia (el poder de los que tienen dinero y controlan al Estado para ponerlo a su servicio) y la meritocracia, o el poder de los que tienen mérito para gozar de ese poder. Estos siempre son una minoría que se siente superior, no necesariamente por tener dinero, sino de los que, según ellos, no tienen mérito para gobernar, participar y decidir sobre asuntos públicos. Producen y fomentan una desigualdad entre ellos, los meritorios y los otros los desmerecidos.
Hay también una relación entre élite y ética. No toda élite elegida por el pueblo es corrupta. En realidad nadie es corrupto en sí mismo, pero puede corromperse y eso es lo que ha pasado con un amplio sector de políticos, burócratas, académicos y empresarios de élite en el Perú.
El caso más recientes es el de los políticos, funcionarios, profesionales, autoridades académicas y empresarios que, al tanto de que hay gente que se muere contagiándose por el COVID-19, insensiblemente decidieron vacunarse, alegando diversas razones, cuando su deber moral, y en ocasiones legal, era actuar para servir a los demás y no valerse del cargo, en un momento similar a un estado de guerra. Algo que se repite en otros países del mundo.
Ellos, porque creen ser la élite privilegiada, se sintieron superiores al resto, que somos el pueblo, los plebeyos, la chusma, la morralla. Entonces, por esa superioridad, como si fueran divinidades del Olimpo, merecían vivir. Deben ser sancionados, no por odio, sino por justicia.
Carecieron del coraje de Ulises que dijo “no” cuando la maga le ofreció la inmortalidad, porque pensó en su amada Penélope, su hijo Telémaco y su tripulación y así afirmó su generosa condición humana ante la amenaza de la muerte.
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