Se trata de una maldición, y como suele ocurrir con los dichos populares, su origen es desconocido y su autoría apócrifa. La tradición señala que cuando los chinos quieren desearte una desgracia murmuran “ojalá que vivas tiempos interesantes”. La frase se usa mucho en inglés y los chinos ya dijeron que no es suya. Pero funciona. Digamos que la estabilidad es un poco aburrida, predecible. Comparemos, por ejemplo, los países escandinavos con los sudamericanos, y pareciera (nunca es realmente así) que lo tienen todo resuelto. Las instituciones funcionan, el Estado les asegura a sus ciudadanos servicios de calidad, son capaces de enfrentar pandemias con mucha más eficacia que el resto del mundo… Estamos ante sociedades en las que la sorpresa parece descartada. Y si ocurre suele ser producto de la desviación de un individuo, como aquellos que un día empuñan un arma y disparan contra todo lo que se mueve.
A esa estabilidad aburrida es a la que aspiramos todos los que nos rompemos el lomo para crear un futuro para nuestros hijos, para los que vienen. Los que queremos vivir en un país donde se pueda planear lo que vas a hacer los próximos cinco años. Los que luchamos por saber que la corrupción será castigada, que la educación mejorará, que tendremos un trabajo digno, y que, a pesar de las contingencias, podremos seguir adelante. Queremos vivir aburridísimos, pero siempre nos tocan tiempos “interesantes”.
En estos últimos cinco años, si alguien nos odia y nos echó la maldición china, pues que nos presente su chamán porque el conjuro no le pudo salir mejor: los destapes sobre la corrupción destruyeron la ya poca credibilidad de la clase política y buena parte (no toda) de la empresarial. El comportamiento mafioso de la bancada fujimorista que prefirió destruir el país en lugar de aprovechar su mayoría para impulsar una reforma del Estado, los falsos líderes como Martín Vizcarra, que resultó un mentiroso, la facilidad con la que cerramos Congresos y despedimos presidentes, y la constatación de que somos el país con más muertos por coronavirus del mundo operaron como una cachetada para que nos diéramos cuenta de que en doscientos años de vida republicana no estamos preparados para nada. Que somos un laboratorio para los politólogos y las disciplinas que estudian el desarrollo de las sociedades, que no logramos superar nuestra condición de ratas de laboratorio.
Claro que son tiempos interesantes. No queda una sola institución en pie que pueda otorgarle un mínimo de confianza a la población. Y el resultado escalofriante de esta condición ha sido el jaloneo al que hemos sido sometidos todos los peruanos en este proceso electoral. Nos hemos enfrentado entre hermanos y compatriotas porque los organismos electorales, petardeados por una campaña de difamación, no pueden declarar un ganador, a pesar de la avalancha de evidencias de que no ha habido nada irregular en el proceso. Cuando creemos que el asunto empieza a avanzar para que tengamos presidente antes de 28 de julio explota una bomba más destructiva que la anterior. Hemos pasado de teorías sobre firmas dudosas en planillones, a suplantaciones generalizadas en mesas de distintas regiones, a la renuncia de un miembro del Jurado Nacional de Elecciones que acusa de corrupción hasta a su sombra, a la agotadora aparición de Vladimiro Montesinos, esta vez en audios, metiendo su asquerosa cuchara en el destino de nuestro país.
¿Qué más nos falta para convertirnos en la mejor novela de terror de Stephen King? ¿Hasta dónde van a llevar los que han destruido las instituciones desde dentro y hoy las bombardean desde fuera? ¿Tendrá esto algún final? Lo dudo, porque estamos construyendo un país ingobernable, en el que salga quien salga enfrentará una crisis perenne. Interesantísimo.
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