La mejor forma de saber para qué y, sobre todo, qué tanto sirve algo, es no tenerlo.
Personalmente, por ejemplo, nunca me molesté en pensar acerca de los bronquios hasta que tuve un primer ataque de asma. Aunque luego mi asma desaparecería, desde entonces no he dejado de cotizarlos.
Pues bien, siempre he pensado que un viaje a nuestro país desde el Primer Mundo debe poder resultar maravillosamente didáctico para ver todo lo que hacen, en una sociedad, las instituciones que sirven para aplicar y hacer valer la ley (la parte del Estado que hace que este pueda ser llamado “de derecho”). Como viajar al asma para aprender de la respiración. Después de todo, solo se puede decir en términos muy relativos que en el Perú existen estas instituciones. Acá, encontrarse con policías en una calle desierta sin haber violado ninguna norma da tanto miedo como acabar en manos de un juez teniendo la razón.
No se me entienda mal. El viaje también sirve para ver lo que se puede hacer pese a estas ausencias. Desde las reformas que en los noventa cambiaron un modelo económico básicamente estatista por uno de mercado (más bien) libre, el país ha crecido enormemente, reduciendo la pobreza a un tercio de su tamaño. Existen, pues, maneras de circunnavegar los huecos que dejan las instituciones rotas. Los intercambios, por ejemplo, pueden cimentarse en redes de confianza personales –la familia, el barrio, los paisanos, los amigos– o en sistemas de justicia extraestatales, como los arbitrajes.
Pero el asma se siente pronto. Ni bien se sale del aeropuerto, de hecho. El tráfico grita a cada minuto que, si es que hay reglas, acá no hay quien las haga valer. Una tierra de nadie, donde cada uno empuja hasta donde puede y donde el que no lo hace se ve condenado a no avanzar. Y si uno mira alrededor para olvidar el tráfico, verá lo mismo en el paisaje urbanístico: una sucesión de atropellos, sin ningún orden ni concierto. Aunque, si el auto está detenido, tampoco hay que perder de vista el celular mirando paisajes...
Y eso para hablar solo de las primeras impresiones. Luego hay mil y uno otros precios de esta ausencia de las instituciones de la ley, incluyendo aquellos con los que carga la propia economía. Al fin y al cabo, lo que implica no tener un Estado de derecho que funcione es que todos los derechos que existen en el país estén sometidos a la incertidumbre y que, por lo tanto, valgan menos de lo que podrían. Algo que se aplica por igual a los bienes de pobres y ricos. Bajo la jurisdicción peruana, nadie tiene nada verdaderamente garantizado por la ley.
Con todo, acaso los precios más grandes son los culturales. Porque sus instituciones –o las carencias de esas– pueden moldear a un pueblo tanto como su geografía o su clima. ¿Qué ocurre cuando no hay ley y, consiguientemente, cuando el que generalmente gana es o el más aprovechador o el más prepotente? Pues que proliferan los aprovechadores y los prepotentes. Nuevamente, esto se da en todos los niveles: en las calles del Perú embisten a los de al lado tanto el carro más lujoso como la combi más ruinosa.
Hay, es verdad, explicaciones más esencialistas para este tipo de conductas. Pero me basta con volver a mi ejemplo favorito del tráfico para saber que son falaces: lo ordenaditos que conducimos los migrantes del Tercer Mundo cuando estamos en las calles del primero.
En los noventa, el Perú tuvo una gran reforma económica. Quedó pendiente la equivalente reforma institucional que, con similar intensidad, necesitábamos. Si de alguna forma tuvo que ver con eso el que los peruanos pensásemos que podíamos prosperar privadamente, al margen de lo que sucediese en el país con todo lo que no es de puertas para adentro, mal cálculo fue ese. No solo hay un límite a cuánto se puede crecer en la incertidumbre, hay un límite también a la calidad de vida que se puede alcanzar prosperando en un entorno donde todo lo público es sinónimo de corrupción y caos.
La buena noticia es que con los audios del Caso ‘Lava Juez’ surgió una ventana de oportunidad excepcional para hacer la reforma pendiente, juntando en el espíritu de la opinión pública la cada vez mayor indignación que causaba un Congreso manejado de mala fe, con la ocasionada por la corrupción de las instituciones de las que hablo.
Con notable instinto, Martín Vizcarra tomó la oportunidad a fondo para hacer retroceder a Fuerza Popular y empoderarse. No está claro aún que vaya a comprarse de forma similar la pelea de la reforma de las instituciones que generan el Estado de derecho (las medidas del referéndum solo pueden ser un inicio). De hecho, hay un gran riesgo de que la atención de la ciudadanía y el gobierno quede en la política y no alcance para las políticas.
Si esto último ocurriese, sería un trágico desperdicio de una oportunidad que es única tanto para el país como para el presidente. Porque lo que sí está claro es, primero, que si Vizcarra decidiese comprarse la batalla de la reforma institucional como se ha comprado la política, podría dar el salto que, según dice el dicho, separa al político del estadista: trabajar no para la próxima encuesta, sino para las futuras generaciones. Y segundo, que desde el Caso ‘Lava Juez’ él tiene la inédita posibilidad de avanzar en ambos roles por un mismo camino.