Diego Macera

La historia real se ha perdido en el tiempo, pero cuenta la tradición que, en 1779, un trabajador británico llamado Ned Ludd destruyó dos máquinas de tejer en un arranque de ira. El cuento se esparció entre los trabajadores, de modo que, donde quiera que hubiese un sabotaje de maquinaria industrial, se decía que “Ned Ludd lo hizo”. Dos décadas más tarde, un movimiento obrero inglés opuesto al avance que reemplazaba sus puestos de trabajo por maquinaria –y que, además, se enmarcaba en la pobreza ocasionada por las guerras napoleónicas– tomaba el nombre de ludismo. Algunos rastrean los inicios del discurso contrario a la automatización de las tareas manuales incluso hasta los inicios de la primera revolución industrial, a mediados del siglo XVIII.

El miedo a perder el empleo frente al avance tecnológico, pues, no empezó con ChatGPT, el popular ‘chatbot’ de OpenAI. Ha sido, más bien, un compañero constante de la evolución científica y de las mejoras productivas a lo largo de siglos. ¿Qué lecciones podemos sacar de los anteriores saltos tecnológicos y qué diferencias hay con el actual reto que plantean los LLM (‘modelos grandes de lenguaje’, por sus siglas en inglés) y otros de aprendizaje profundo?

Lo primero es que, si la historia rima, lo que debería esperarse es un proceso relativamente rápido de adopción tecnológica –esta vez global– que reconfigure los puestos de trabajo y a los ganadores de los próximos años. Estas disrupciones son capaces de demoler estructuras con décadas de dominancia en pocos años. Ninguna de las diez empresas más grandes cotizadas en la bolsa de valores de Nueva York, por ejemplo, estaba en esa lista hace 50 años –de hecho, la mayoría ni existía–. La masificación de los teléfonos inteligentes, por mencionar un caso emblemático, borró del mapa general la necesidad de cámaras fotográficas amateur, de reproductores de audio y otras de otros dispositivos; a la vez, sin embargo, generó un enorme ecosistema de programadores, financistas, académicos y visionarios enfocados en desarrollar la siguiente aplicación para celular revolucionaria.

Al inicio es muy difícil prever dónde estarán los siguientes trabajos luego de una gran disrupción tecnológica, pero lo usual es que estos sean de mayor productividad al tener a la máquina como complemento de la persona, no el reemplazo.

Lo segundo es que, inevitablemente, actividades de hoy resultarán obsoletas y no todos los trabajadores estarán en condiciones de adaptarse al cambio, aún con un esfuerzo serio de capacitación. En EE.UU., la evidencia del impacto negativo de la automatización (además de la migración de fábricas a países como China) sobre la población trabajadora de ciudades industriales del Medio Oeste es abundante.

En neto, los cambios tecnológicos que elevan la productividad son siempre positivos para la sociedad en su conjunto. De hecho, son nada menos que el principal motor del crecimiento económico y del desarrollo global a lo largo de los siglos. A la vez, una atención adecuada sobre la población en riesgo de vulnerabilidad por el cambio tecnológico es una política sensata. En la teoría, los beneficios que reciben los ganadores del nuevo arreglo productivo deben ser más que suficientes para compensar a los perdedores. En la práctica, implementar un acuerdo de esta naturaleza es sumamente difícil, y no siempre justo.

Finalmente, hasta dónde llegarán en los próximos años las habilidades de la es algo absolutamente imprevisible e invita a una cautela que excede por largo las preocupaciones sobre el mercado laboral. Por lo pronto, a diferencia de anteriores saltos tecnológicos, esta vez serían empleos profesionales los que terminarían desplazados: programadores, administradores, financistas, publicistas, etc. Las habilidades de los nuevos programas son impresionantes. Por otro lado, robots para tareas domésticas multifunción y de servicios –desde preparar comida hasta servir café– todavía resultan torpes y sumamente costosos. La evolución humana tiene millones de años de ventaja encima en lo que respecta a estas habilidades. Pero una inteligencia multifuncional –algo que hasta poco parecía improbable– ya no es más un escenario de la ciencia ficción.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Diego Macera es director del Instituto Peruano de Economía (IPE)

Contenido Sugerido

Contenido GEC