La rapidez con la que está avanzando la inteligencia artificial (IA) generativa –que usa algoritmos y redes neuronales avanzadas para crear contenido original a partir de datos existentes– está asustando a expertos y no expertos. Sabemos que más de mil empresarios, intelectuales e investigadores de primer nivel relacionados con esta tecnología han firmado una carta abierta solicitando desacelerar su desarrollo por seis meses. Esto, por los enormes riesgos que esta tecnología comporta y la alta probabilidad de que en algún momento escape de “nuestro control”.
La renuncia de Geoffrey Hinton a su puesto como vicepresidente de ingeniería de Google encendió más las alarmas. El científico anunció que quiere dedicarse a alertar sobre el “reverso tenebroso” de la IA, según dijo a “The New York Times”. Dedicado a estudiar cómo funciona el cerebro para tratar de replicar esos mecanismos en las computadoras, en 1972 acuñó el concepto de red neuronal, la base de la investigación en IA. Hoy cree que debemos poner tanto esfuerzo en desarrollar esta tecnología, como en asegurarnos de que sea segura.
Es cierto que esta es la primera tecnología capaz de evolucionar por sí misma sin la asistencia de un humano y sin que, en ocasiones, podamos anticipar hacia dónde avanzará. Pero la IA es una herramienta poderosísima al servicio de la ciencia y la medicina. En ese sentido, el peligro también puede estar en no aprovechar el potencial de una tecnología que puede mejorar la precisión del diagnóstico médico a una fracción del costo actual, y acortar brechas de acceso.
A inicios de abril, la prestigiosa revista “Nature” publicó un estudio aleatorizado y ciego (el primero de este tipo con esta tecnología) para estimar qué tan precisa es la IA evaluando ecocardiogramas, un tipo de imágenes que permiten diagnosticar dolencias cardiacas. El estudio, desarrollado por un equipo multidisciplinar del Centro Médico Cedars-Sinai de Los Ángeles, pidió a cardiólogos que valoraran la evaluación inicial de estas imágenes, pero unas eran realizadas por técnicos de ultrasonidos y otras por IA. Los médicos no fueron capaces de distinguir cuáles eran hechas por IA y cuáles por una persona real. Además, plantearon correcciones a estos diagnósticos: 16,8% fueron para las evaluaciones de IA y 27,2% para las de los técnicos humanos.
Lo anterior no quiere decir que la tecnología sustituirá el trabajo de los profesionales, porque siempre se requerirá el discernimiento de un profesional. Pero sí permitirá ahorrar tiempo, disminuir costos y mejorar la prevención. Como la IA es capaz de aprender y analizar rápidamente enormes cantidades de información de historiales médicos, pruebas de imagen y avances científicos, debe emplearse para ayudar a los doctores a ofrecer mejores diagnósticos y tratamientos. Bien usada será su aliada, no su competencia.
“¿Puede la inteligencia artificial tratar las enfermedades mentales?”, se preguntaba el médico y columnista Dhruv Khullar en un artículo publicado en “The New Yorker” en febrero último. El especialista llamaba la atención sobre cómo en el 2021, las ‘startups’ digitales centradas en salud mental levantaron más de US$5.000 millones en capital riesgo solo en Estados Unidos, más del doble que cualquier otro tema médico. Y no es casual, explicaba: uno de cada cinco adultos estadounidenses padece una enfermedad mental. Además, mientras las tasas de suicidio han disminuido en todo el mundo desde los años 90, en ese país han aumentado en cerca de un tercio.
Entonces, ¿pueden las mentes artificiales curar a las reales? Khullar anotaba cómo los mundos de la psiquiatría, la terapia, la informática y la tecnología de consumo están convergiendo en aplicaciones que usamos cotidianamente para calmar turbulencias emocionales. Programadores, psiquiatras y fundadores de startups están abocados a diseñar sistemas de IA para analizar historias médicas y sesiones de terapia con la esperanza de diagnosticar, tratar e incluso predecir enfermedades mentales.
Por ejemplo, aplicaciones que, apoyadas en la IA, ofrecen apoyo automatizado de salud mental con un enfoque cognitivo-conductual. Este tipo de terapias, que buscan cambiar patrones de pensamiento negativo de las personas, necesitan atención constante y continua. Y eso es muy difícil de encontrar en el mundo “real”. En el Perú, hay cerca de 100.000 psicólogos. Dado el tamaño de su población, necesitaría por lo menos el triple. Pero, incluso si llegáramos a esa cifra, ningún terapeuta puede estar con su paciente todo el día, todos los días. Además, muchas personas con necesidad de atención viven en zonas donde no hay profesionales de salud mental a los que acudir. De hecho, más de la mitad de los psicólogos del país están en Lima y en su mayoría trabajan para el sector privado.
Es evidente que cuanto más sofisticada es una tecnología, mayores son sus prestaciones y potencialidades, pero también lo son sus riesgos. La IA es la tecnología que mayores desafíos conlleva en nuestra historia porque no llegamos a anticiparlos. Es vital discutir cómo la gobernanza se adaptará a estas nuevas realidades. Pero no dispararemos al robot. Vigilemos y pongámosle límites a su creador. Es ahí donde siempre está el problema: no en la tecnología, sino en el uso que hacemos de ella.