Casi de un día para otro, la sobrevivencia humana se encuentra amenazada por dos numeritos: la temperatura global y el factor R. En cada caso, o cumplimos con ciertas condiciones o desaparecemos como forma de vida. Hasta hoy, hemos hecho casi nada en cuanto al primero, y el termómetro sigue subiendo. Pero la segunda notificación es perentoria. Al factor R –la relación entre los infectados por COVID-19 y los que ellos, a su vez, contagian–, o lo reducimos a un nivel menor a uno, o la infección seguirá multiplicándose como una bola de nieve hasta arrasar con una mayoría de la población. Esta vez, el plazo no son varias décadas, sino poquísimos meses. Así, el coeficiente R se vuelve un poderoso instrumento contra el virus, porque permite visualizar y medir el avance logrado y, de esa forma, dosificar el esfuerzo contra el mal. Pero, al mismo tiempo, el factor R se convertiría en el verdugo de no cumplirse con el mandato.
La contundencia de esas amenazas matemáticas tiene algo de irónico. Es que llevamos un siglo en un ‘affaire’ amoroso con los números, aprovechándolos para apoyar y mejorar casi todo aspecto de la vida. La matemática no solo ha sido un instrumento esencial para el avance científico y tecnológico, y base evidente para una economía masificada; los números también han servido para una infinidad de tareas en casi todo aspecto de la vida. Hoy, es impensable la práctica de la medicina sin la ayuda de estándares y mediciones de temperatura, presión, electrolitos, colesterol y muchos otros datos, lo que convierte a los laboratorios en instrumentos fundamentales de la medicina e instala la sofisticada ciencia estadística como instrumento central en la planificación de la salud y, en especial, de la epidemiología. La educación ha sido igualmente invadida por los números en la forma de mediciones de logro, desde el uso generalizado de notas en vez de adjetivos –como “satisfactorio” o “excelente”– en las evaluaciones, y en especial el esperado 11 para la aprobación, hasta el indicador PISA, que mide la calidad general de la educación escolar y permite comparaciones entre países. Otro instrumento relacionado a la educación ha sido el coeficiente IQ, una medición de la inteligencia o de la capacidad de razonamiento.
Más generalmente, los números se han convertido en una vara para una multiplicidad de comparaciones sociales antes basadas en criterios personales. Casi todo aspecto de la vida, por ejemplo, ha sido sujeto de medición y es ahora reducido a números para efectos de comparaciones entre años y países. Se han creado indicadores que nos permiten afirmar, por ejemplo, que la India es (un poco) menos corrupta que Bangladesh, que Etiopía es más competitiva que Bolivia, que los daneses son más felices que los suecos y que la igualdad de género ha avanzado más en Canadá que en Francia. Quizás el descubrimiento más explosivo en cuanto a las comparaciones sociales han sido los indicadores de atención y de aprobación producidos por el uso de Internet –especialmente los “likes” y los seguidores–, números que han adquirido importancia no solo para la satisfacción personal sino, además, para los negocios.
La ola numérica ha traído grandes beneficios tanto en la vida personal como para la gobernanza y, sin duda, su participación en nuestras vidas seguirá aumentando. Por eso mismo, entonces, creo que es hora de reflexionar acerca de cómo la matemática afecta nuestros valores y prácticas de gobernanza. Un efecto, por ejemplo, es el anonimato que viene cuando, para fines de eficiencia, somos reducidos a un conjunto de códigos. Los números también sirven al agricultor moderno en el manejo de un rebaño grande. Sin embargo, en nuestra sierra, el agricultor le da un nombre personal a cada vaca, oveja o llama, y desarrolla una relación casi personal con ellas. Según un estudio de expertos estadounidenses, la productividad ganadera se ve favorecida cuando los animales tienen nombres personales. Me quedo con la pregunta de cómo la despersonalización que traen los números afectará las relaciones sociales y de Gobierno.