Desde que Estados Unidos le declaró la guerra al terrorismo internacional tras los atentados del 11 de setiembre del 2001, ha corrido mucha sangre tanto en el bando de las democracias como en el de los extremistas. La primera potencia mundial, junto con sus aliados, se ha involucrado en costosas guerras alrededor del mundo con el fin de contener la amenaza terrorista. Sin embargo, las 22 vidas echadas a perder en Manchester el lunes último nos recuerdan, una vez más, cuán vulnerables siguen siendo las sociedades occidentales frente a las redes del yihadismo.
En la guerra contra el enemigo invisible, es muy difícil, por no decir imposible, definir los términos de la victoria. La estructura descentralizada del Estado Islámico (EI) y la naturaleza de los atentados –en los que se utiliza armamento poco convencional– hacen que el grupo terrorista y sus seguidores sigan siendo letales, incluso si en el campo de batalla del Medio Oriente llegaran a perder terreno frente a las fuerzas occidentales. Pero si definir qué significa derrotar realmente a ISIS es difícil, es mucho más fácil determinar los términos de la derrota: vivir con miedo y ver un recorte de libertades civiles en nombre de la lucha contra el terror son signos claros de que los extremistas avanzan.
En el escenario bélico, las victorias siguen siendo pírricas. Si bien hay progresos lentos en la liberación de ciudades como Mosul en Iraq y Raqqa en Siria, se abren nuevos frentes en países del norte de África como Libia y Egipto. Con respecto a Libia en particular, la administración Trump ha declarado que no tiene nada que hacer ahí, lo que genera la posibilidad real de que el país africano termine de convertirse en un Estado fallido. El vacío de poder es sin duda el escenario ideal para que el EI florezca. Si Libia se hunde en el desgobierno, el siguiente dominó en caer podría ser Túnez, la cuna de la primavera árabe de hace siete años.
Desde una perspectiva puramente occidental, la guerra se está perdiendo fundamentalmente en el terreno virtual de Internet. Una buena parte de los terroristas –entre otros, el verdugo de Manchester– son captados en países occidentales a través de las redes sociales, donde el EI tiene una presencia importante. Como señalan Andrew Byers y Tara Mooney en las páginas de Foreign Affairs, el Estado Islámico utiliza una narrativa compleja en la que, a la vez, se muestra como un ejército poderoso, pero también como un sistema sofisticado de justicia en el que las víctimas no son víctimas sino merecedoras de un castigo acorde con la justicia islámica, tras pasar por un proceso judicial. Hasta ahora han sido más los desaciertos que los avances en esa ciberguerra.
Ante este panorama sombrío, empieza a instalarse la idea de que convivir con el miedo será una realidad con la que habrá que lidiar en el futuro próximo. Son muchos ya los países en los que el EI y sus redes han hecho sentir su presencia. Si bien morir en un accidente de tránsito o incluso ahogado en una tina –como en algún momento recordó Barack Obama– sigue siendo mucho más probable que fallecer en un ataque terrorista, las consecuencias políticas y psicológicas para el conjunto de la sociedad son obviamente distintas. En el terreno político, el riesgo es que con la excusa de defender la cultura de la democracia se recorten las libertades que le dan, justamente, contenido a esa cultura. En el campo psicológico, el riesgo es que el miedo se apodere de los ciudadanos al punto de renunciar a una vida en los espacios públicos. Sin una idea de comunidad las sociedades se empobrecen.
Por el momento no parece haber evidencias de que los riesgos que plantea el nuevo contexto se materialicen del todo. Frente a situaciones extremas, los seres humanos tienen una inmensa capacidad de adaptación. Según una investigación del académico israelí Dov Waxman citada por “The Economist”, los individuos pueden aprender a convivir con el terrorismo y mantener algo parecido a una vida normal. A medida que los ataques se hacen más comunes, su capacidad de dejar en shock a los ciudadanos se reduce y la prensa pierde interés. A su vez, los políticos dejan de hacer política partidaria en torno a este tema. Frente a los enormes desafíos que plantea una guerra en la que parece lucharse a ciegas, es esta capacidad de adaptación del ser humano una de las pocas fuentes de sosiego.