Giorgio Napolitano fue comunista. Nació en 1925 y murió a los 98 años siendo senador vitalicio y presidente emérito de la República Italiana.
Resulta interesante pincelar su trayectoria, y toda diferencia con nuestra realidad no es pura casualidad.
Italia no fue siempre una república. Hasta 1860 estaba dividida en siete estados independientes, estados pontificios incluidos y, tras su unificación en 1861, adopta la monarquía entronando a Víctor Manuel II. En 1940, Víctor Manuel III –siendo primer ministro Mussolini– decretó el ingreso italiano a la guerra y su derrota sepultó la monarquía –referéndum de 1946– alumbrando, en 1948, la Constitución republicana parlamentaria.
En ese contexto, Napolitano –abrazando tempranamente el comunismo– rompe con su padre, un abogado liberal. Formado en leyes, en 1953 inicia su larga carrera política como diputado por su ciudad, Nápoles, logrando varias reelecciones y promoviendo siempre la moderación del Partido Comunista Italiano.
En 1978 condenó el asesinato del ex primer ministro y líder demócrata cristiano Aldo Moro por parte de las brigadas rojas y tiempo después confesó que se integró al Partido Comunista “sin saber mucho de marxismo ni de sus textos sagrados”, hechos que seguramente pesaron para ser el primer dirigente comunista italiano en obtener una visa estadounidense y ofrecer una conferencia en Harvard en 1987. Hablaba inglés y francés, una rareza todavía.
Derribado el oprobioso muro, integró el Partido Democrático de Izquierda y, siendo eurodiputado, retornó a Roma en 1992 para presidir la Cámara Baja por cuanto su titular Óscar Scalfaro resultó elegido presidente de la República.
En 1996, fue ministro del Interior del gobierno del profesor Prodi y, tras renunciar el primer ministro en 1999, regresó al Parlamento europeo en donde presidió la Comisión de Asuntos Constitucionales.
Imprevistamente, el presidente Carlo Ciampi, hombre de derechas, banquero, exgobernador del Banco de Italia, varias veces ministro de Hacienda y titular del gobierno, lo designó senador vitalicio en el 2005.
Un año después, Napolitano fue elegido –en cuarta votación– undécimo presidente por siete años, el famoso septenato, renunciando a su partido, positiva usanza italiana.
Siendo primer ministro el líder derechista Silvio Berlusconi, ‘Il Cavaliere’, se produce una controversial crisis y debe dimitir finalizando el 2011. No ajeno al embrollo, el polivalente presidente convoca al excomisario italiano de la Unión Europea Mario Monti a jefaturar “un gobierno de compromiso nacional”.
En el 2013, faltando acuerdo para elegir al nuevo presidente, fue reelegido bordeando el 70% de los votos de los diputados, motivo por el que, según su asistente diplomático, el embajador Stefanini, recibió una carta de la reina Isabel II felicitándolo, respondiendo Napolitano que –tras lo sucedido– entendía mejor el peso que ella tenía sobre sus espaldas. Quizás por eso recurrentemente lo llamaban el rey Jorge.
Siendo jefe de Estado y no de gobierno, no quiso ser notario de la política; entre varias iniciativas, resalto que procuró consensos contra la recesión económica, apostó por la alianza atlántica en la guerra contra Gadafi y condenó sin trabalenguas el terrorismo, renunciando el 31 de diciembre del 2014 a los 89 años.
Los políticos suelen ser mejor tratados cuando mueren, pero la tanatofilia política aplicaría menos a esta ‘rara avis’ que, progresivamente, generó en vida respeto en muchos italianos. Igualmente, importantes adversarios destacaron su obsesión por la unidad italiana, su apego a la Constitución e institucionalidad, su apuesta europea y atlántica, su vocación de servicio público y sus esfuerzos, privilegiando –generalmente– lo que une en una democracia.
El presidente Sergio Mattarella, otrora demócrata cristiano, declaró que Italia perdía con Napolitano a un fiel intérprete de la Constitución y a un padre de la república, lo que no es poco en Italia y menos respecto de un comunista.
Atendido, falleció el viernes pasado en Roma, en una de las clínicas privadas internacionales, instituciones habilitadas tras una reforma de Berlusconi a la que el dos veces presidente se opuso sin éxito.
El legado de Napolitano amerita reflexiones.