La mitad de la población mundial irá a votar este año y las perspectivas para los candidatos más moderados o centristas no son particularmente auspiciosas, como apuntan Andrés Velasco y Yair Zivan en un reciente artículo para Project Syndicate. Todo lo contrario, están perdiendo terreno en muchas partes del mundo frente a alternativas fuertemente inclinadas hacia ambos extremos del espectro político, bastante más radicales o populistas de lo que hubiese sido esperable apenas algunos años atrás.
¿Es esto algo que debamos lamentar o celebrar? De un tiempo a esta parte, en la discusión pública en el Perú se ha venido asociando el centrismo a ciertas características políticas como la tibieza o la indefinición. Se percibe como un intento de marcar equidistancia porque no se tiene el coraje de asumir riesgo alguno, como una suerte de carencia de ideas o convicciones propias. El centrismo, supuestamente, es el camino fácil, aunque crecientemente intrascendente en términos electorales. Entusiasma muy poco o nada. Esto, por cierto, es lo que conviene hacer creer a quienes buscan jalar a los indecisos hacia el extremo de su preferencia. Si la reputación del centrismo está en entredicho es precisamente porque ha dejado que sean sus críticos quienes lo definan, como explica Zivan, próximo a publicar el libro “The Center Must Hold” (“El centro debe aguantar”).
En el artículo que escribe con el exministro chileno Velasco, hoy decano de la Escuela de Políticas Públicas del London School of Economics, señalan, más bien, que “el centrismo consiste en un inquebrantable compromiso con ciertos valores fundamentales: derechos individuales, democracia liberal, pluralismo cultural e igualdad de oportunidades”. Mencionan que no hay mejor antídoto que el centrismo para dos de los principales desafíos que enfrentan las democracias en nuestros tiempos: la polarización ideológica extrema (cada vez más afectiva y menos racional) y el resurgimiento del populismo. Siempre debe uno recordar que el éxito del populista está en engañar a los votantes para que interpreten la realidad desde una lógica binaria (“nosotros” contra “ellos”). Están de un lado los que piensan como yo o se preocupan por mí y, del otro, mis enemigos acérrimos con los que no vale la pena ni conversar.
Esta formulación maniquea es la negación misma de la democracia en su sentido más existencial, que presupone la diferencia de opiniones y preferencias políticas, y establece reglas para que, a pesar de esas diferencias, se pueda elegir autoridades que sean aceptadas por todos y haya convivencia pacífica.
El centrista (que puede estar a la derecha o a la izquierda del centro) enfrenta el engaño del populista haciendo notar que los problemas complejos no suelen tener soluciones sencillas, que no existen solo dos visiones irremediablemente contrapuestas, sino que hay que escuchar a ambos lados y ver cómo se hace para acercarlos en sus posiciones.
Para el centrista, apuntan Velasco y Zivan, la moderación es una virtud porque la renuncia a lidiar en absolutos es lo que permite el diálogo y la búsqueda de consensos. Por eso es que el centrista no ve el compromiso como un vicio, como traición a la pureza ideológica en la que supuestamente debe guarecerse, sino como el paso obligado para que la conversación fluya y sintamos que la democracia funciona y nos permite avanzar.
Mientras que el populista capitaliza el miedo, a los centristas solo les queda ofrecer esperanza, dicen Velasco y Zivan. Y ese es el gran problema: no han sabido hacerlo. El populista corre siempre con ventaja porque engaña impunemente, pero eso no los exculpa. Tienen que (re)aprender a ganarle al rival que tienen enfrente.
El centrismo puede percibirse como la medicina que no se quiere tomar para la enfermedad que no se cree tener. Pero si la democracia es el órgano vital que tenemos comprometido, mejor tenerla siempre a la mano.