(Ilustración: Víctor Aguilar)
(Ilustración: Víctor Aguilar)
Gonzalo Portocarrero

Hasta 1990, nuestros modos de pensar, sentir y actuar, así como el conjunto del proceso político, estaban dominados por la idea de que la historia se desarrolla en torno a un enfrentamiento programático entre grupos sociales, cada uno con una visión del mundo muy diferente. La izquierda se veía a sí misma como representante del mundo popular, en lucha por la justicia y la equidad social. Y la derecha se preciaba de ser defensora del orden, la libertad y el progreso de todos. Como es evidente, desde la caída del muro de Berlín en 1989, esta idea ha terminado disolviéndose conforme se ha hecho visible que las políticas de izquierda, guiadas por una intervención estatal basada en impuestos y orientada a la redistribución, no significan una opción que impulse a un futuro alternativo, sino que nos enmaraña en un pasado populista que no llegamos a trascender.

Era esperable que con la reducción de opciones programáticas, como consecuencia de la desaparición de las opciones de izquierda, el proceso político fuera redefiniéndose ya no como confrontación permanente, sino también como competencia, colaboración y alianzas, tal como ocurre, por ejemplo, con la coalición entre la Democracia Cristiana y el Partido Socialdemócrata en la Alemania de Merkel. Partidos con obvias diferencias pero con la vocación de deberse más a los intereses de sus bases que a los provechos de sus dirigentes. En este marco de mayor lealtad hacia el bien común, la búsqueda de consenso y gobernabilidad se facilita de modo que se amplía mucho la capacidad de sacar adelante medidas de progreso social.

No obstante, pese a la reducción de las diferencias ideológicas entre las fuerzas políticas, es claro que sobreviven las ambiciones individuales que representan mucho del atractivo que mantiene el proceso político para los que apuestan a ser dirigentes partidarios y luego gobernantes (ya sea locales, regionales o hasta nacionales). Cuando estas ambiciones son muy prominentes, el eje de la política se desplaza hacia los intereses particulares en desmedro de los colectivos que pierden importancia y visibilidad. Se produce así un desprestigio de la política. Esta deja de ser vista como una actividad noble para ser percibida como una actividad en la que se pueden conseguir logros individuales, con el pretexto y la retórica del bien común.

El proceso de reducción de opciones programáticas también se ha dado en el Perú. En nuestro país, es muy fuerte el consenso neoliberal: reducción del papel del Estado e insistencia en los gastos de educación, salud y seguridad. Pero este consenso de fondo no anula las diferencias, sino que coloca a las fuerzas políticas en la perspectiva de buscar una justificación a esas discrepancias que ya no se ubicarán en los distintos intereses de los grupos sociales sino en las capacidades y la moralidad de los líderes y partidos.

Por tanto, la posibilidad de un gobierno concordado se desecha en nombre de intereses o estilos, ya sean individuales o partidarios. Ningún partido quiere subordinarse a otro y los líderes de cada organización política entran en una competencia feroz cuya lógica es desmerecer a la competencia tanto como lograr un carisma que les asegure ventajas electorales. Lograr así una mayor influencia sobre el Estado que redunde en el propio provecho a través de la captura de posiciones de poder gracias a un crecido influjo electoral.

Entonces observamos con bastante decepción la multiplicación innecesaria de conflictos y la fobia de lograr acuerdos, pues se perciben como concesiones que capitulan principios y debilitan liderazgos. La idea de que en una negociación ambas partes puedan ganar es desechada y, por la desconfianza y el afán de predominar, se piensa que lo que uno gana el otro lo pierde. Estamos en un momento histórico en que no son grandes las diferencias entre fuerzas políticas, pero sí lo es el deseo de poder de cada uno de los líderes políticos. Incluso no deja de ser sorprendente cómo desacuerdos pequeños se convierten en terrenos de enfrentamiento en los que se multiplica la belicosidad y el juego es hacer el mayor daño posible a las fuerzas opositoras. No obstante, ya nadie está tan seguro de tener la solución a todos los problemas sociales. Lo que es una magnífica noticia, pero que no nos previene de caer, nuevamente, en la lógica de la confrontación que hemos comenzado a orillar en los últimos tiempos.