El narrador de historias que se sienta junto a la fogata y genera un círculo de oyentes en su entorno ha sido un personaje clave para la supervivencia de nuestra especie. Somos los únicos seres que cuentan historias, las creen y acumulan las enseñanzas de las mismas o forman grupos en torno de la memoria de héroes, seres sagrados o ancestros comunes.
En nuestro territorio, el uso de imágenes ha sido privilegiado por milenios antes de que la escritura llegara en las conquistas. Los narradores en nuestra historia nos han dejado su testimonio a través de imágenes de cacerías. Por ejemplo, en Toquepala, las pinturas rupestres logran mostrar el caos generado durante la persecución primigenia. Posteriormente, los moches perennizaron las sagas de sus héroes y heroínas culturales en hermosos murales y en representaciones pictóricas en las que queda claro el uso del poder sagrado como elemento de control.
Poco después de la conquista, un misterioso cronista –del que sabemos casi exclusivamente solo lo que él escribió sobre sí mismo– reconstruyó una perspectiva indígena en una carta al rey en la que denunciaba los maltratos a los indígenas desde el punto de vista de las víctimas, valiéndose de 400 dibujos que hacen de Guamán Poma un precursor de la historieta y un cronista universal.
En la actualidad, tenemos un cronista que se vale de las imágenes en secuencia y el acompañamiento de texto, que nos ha regalado historias para vernos a nosotros mismos en la forma de un simpático cuy que comparte nuestra neurosis cotidiana, de un sereno amigo perro que ve la vida de manera filosófica, y de un universo de historieta donde no faltan enemigos como una rata fascista o incluso la interacción real maravillosa con la personificación de la muerte.
A su vez, ese mismo narrador nos invitó a recorrer la historia de José Gabriel Condorcanqui desde su infancia antes de convertirse en Túpac Amaru II. Nuestro contador de historias también dio voz a un periodista escolar que era testigo del drama de la violencia política que vivió nuestro país, del racismo y de los miedos de una sociedad agresiva desde el punto de vista de los adolescentes. Nuestro artista le puso rostro a la saga de Paco Yunque, dándole profundidad incluso a los pequeños dibujos que César Vallejo había bosquejado.
Juan Acevedo ha sido para muchos de nosotros el gran narrador de historias que no ha interrumpido aquella labor por más de cinco décadas. De su mano hemos visto emerger nuestra historia de manera bastante clara, con humor, con crítica y con esperanza. Me puedo declarar no solo su seguidor, sino también su discípulo, porque he participado en uno de los muchos talleres que implementó para hacer historietas. En mi caso, era dirigido a educadores y pude aplicar lo aprendido en un proyecto posterior que ayudó a dar voz a varios escolares que encontraron en sus propias historietas una manera de hacer sentir su voz.
Hace poco, la Casa de la Literatura lo anunció como ganador de un merecido premio, que luego nunca fue entregado y que causó la indignación de quienes somos hinchas de Juan. Nuestro historietista no se libra de nuestro cariño y gratitud por mostrarnos, como gran narrador que es, nuestra realidad en HD, pensando siempre en los derechos sociales y con esa mente abierta que solo los grandes creadores tienen.
Cuando en mi trabajo de campo me sentaba a conversar con los niños en las comunidades andinas, casi siempre me contaban cuentos en los que el pequeño cuy salía victorioso frente a sus adversarios usando su ingenio y su optimismo; asumo que estas narraciones tienen larga data. Podríamos decir que Juan es un guardián y continuador de esta tradición ancestral, o tal vez que él mismo es la encarnación del siempre victorioso cuy. ¡Gracias, narrador! Tienes siempre un sitio privilegiado en el fogón de nuestra tribu.