(Ilustración: Víctor Aguilar)
(Ilustración: Víctor Aguilar)
Santiago Roncagliolo

En los años noventa, trabajando en la Defensoría del Pueblo, conocí a los funcionarios que impartían cursos de derechos humanos a policías. Con frecuencia, el contenido principal de tales cursos consistía en una sola idea, repetida, explicada y ejemplificada hasta el cansancio: “Si una mujer lleva minifalda, baila y bebe en una fiesta, eso no autoriza a nadie a violarla”. 

Los agentes no eran malas personas. Simplemente, habían crecido en una cultura que culpaba a la mujer por la violencia contra ella misma. Y nadie les había dicho que las cosas pudiesen ser de otro modo. La legislación vigente sí condenaba la violación. El problema era que, con frecuencia, los encargados de hacer cumplir la ley pensaban igual que los violadores.  

El atacante de la empadronadora del último censo nacional ofreció un escalofriante ejemplo de esa cultura. Después de su arresto, ante cámaras, el tipo no fue capaz de mostrar el más mínimo arrepentimiento, o por lo menos, de quedarse callado. Lo único que repetía, como si constituyese una defensa sólida, era: “Hubiera gritado, pe”.  

Según ese tipo, toda mujer que no grite consiente, incluso provoca, el acto sexual. Así que si la amenazas o la aterras suficientemente, incluso si eres su padre y ella no se atreve a resistirse, puedes violarla

Los estados están formados por las personas de una sociedad y reproducen sus prejuicios: hasta los años ochenta, nuestro código penal consideraba la violación como “delito contra el honor”. Para resarcir a la víctima, el agresor debía restaurar ese honor, o sea, casarse con la víctima, después de lo cual, ya podía forzarla sin consecuencias legales. Ya no la violaba: “le cumplía”. Es decir, nuestra legislación te permitía agredir sexualmente a una mujer si prometías seguirla agrediendo hasta que la muerte los separe. 

La increíble absolución de Adriano Pozo acaba de demostrarnos que esa cultura se mantiene vigente en nuestro sector público. Todos vimos a ese hombre hacer gritar a Arlette Contreras en una habitación. Lo contemplamos mientras la perseguía desnudo hasta la recepción, la golpeaba, la arrojaba al suelo y la arrastraba de los pelos. Lo escuchamos amenazar a los policías que lo detuvieron con hacerlos despedir por su propio padre, que es regidor. Y por cierto, oímos a ese padre declarar que la culpa era de la chica, que pretendía llamar la atención (considerando, por supuesto, que hacerse arrastrar por un salvaje desnudo es la forma que tienen las mujeres para hacerse populares). Todo eso está filmado y es accesible en You Tube. Aun así, los jueces dejaron en libertad al agresor.  

La absolución de Pozo resulta aberrante y contraria al sentido común solo porque fue tan inepto que desplegó su brutalidad frente a las cámaras. Pero resulta doloroso imaginar la mayoría de casos, cuando la evidencia no es tan contundente, y nadie puede constatar el repugnante nivel moral de algunos de nuestros funcionarios. No me refiero únicamente a los jueces, sino a políticos como el padre de Pozo, que corren a condenar a la víctima. Una mujer agredida, con alarmante frecuencia, no solo tiene que defenderse de su violador, sino también del Estado peruano. 

La gente que defiende la pena de muerte debería preguntarse si dejaría una decisión sin retorno en manos de jueces como estos. Y quienes quieren romper con la Corte Interamericana de Derechos Humanos, piensen a dónde recurrirán si les ocurre lo que a Arlette Contreras. Los ciudadanos no deberíamos dejar la vida y la muerte en manos de nuestros jueces, ni privarnos de instancias de apelación, al menos mientras sectores del Estado continúen pensando como violadores.