A finales de los años noventa, viajé a Ayacucho con un grupo de guionistas y dramaturgos, entre ellos Eduardo Adrianzén y Jaime Nieto. Una noche, paseando por la ciudad, dimos con un cine que anunciaba una película ayacuchana: “Dios tarda pero no olvida”. El director: un desconocido en Lima llamado Palito Ortega, como el cantante argentino. Por curiosidad profesional, entramos a verla. Y nunca olvidaré lo que encontramos dentro.
En la sala, más de mil personas entregadas aplaudían, reían a carcajadas, comentaban las escenas, saludaban a gritos las apariciones de los buenos e insultaban al villano, como a un enemigo personal. Para extraños como nosotros, su euforia constituía todo un misterio. La película había sido hecha con apenas US$10.000, en video, y sufría graves limitaciones técnicas. Muchos diálogos ni siquiera se escuchaban bien. Los actores exageraban.
Y sin embargo, después de un rato atónitos en un rincón de la platea, comprendimos el efecto: el público no estaba viendo una película. Ellos vivían esa historia. Reconocían el mundo que aparecía en la pantalla, porque habitaban en él. Ese director estaba contando el día a día de su gente como no podía hacerlo ninguna estrella de Hollywood con presupuesto millonario.
Palito Ortega produjo nueve películas más, muchas de ellas de terror, y falleció de cáncer en febrero pasado, justo antes del estreno de la última. Esta, “La casa rosada”, es una de sus cintas más políticas: trata sobre un profesor al que los militares confunden con un terrorista y torturan salvajemente durante los años de la violencia política. El nombre del protagonista, Adrián Mendoza, homenajea una mujer a la que Ortega conocía, y a la que invitaba a sus estrenos: Angélica Mendoza, líder de los familiares de desaparecidos.
Por todo eso, me indignaron los argumentos con que Karina Calmet pidió a los espectadores peruanos boicotear “La casa rosada”. La actriz escribió en Twitter: “No vayan a ver esta película. No cuenta la historia de lo que fue el terrorismo sino al revés. Los que hemos vivido esa terrible parte de nuestra historia debemos exigir que los medios no promuevan la apología”.
Afortunadamente, a Calmet le salió el tiro por la culata, y su tuit solo logró animar al público a ver la película. Durante toda la semana siguiente, las redes sociales y la prensa se han mofado con saña de su talento como “antiinfluencer”. Y más de un artista sarcástico le ha rogado en sus propias redes que por favor boicotee también su trabajo.
Aunque el monumental ridículo de Calmet es un alivio, no debe dejar de asustarnos que gente con su visibilidad –y su penoso nivel cultural– proclame que tiene la única verdad de nuestro pasado, incluso por encima de Ortega. ¿Qué autoridad tiene esta persona, qué ha hecho, a quién le ha empatado para acusar de mentir a un ayacuchano cuyos paisanos consideran un vocero y que ha hecho más películas sobre desaparecidos, como “El rincón de los inocentes”? Tan desinformada estaba Calmet que ni siquiera sabía quién era Palito Ortega. Creía que se trataba del cantante argentino, al que le había dado el extraño capricho de hacer una película sobre el Perú (¡No es broma!). Tampoco se le ocurrió revisar la información, por si acaso, antes de tuitear. ¿Con qué cara puede acusar a Ortega –o a nadie– de faltar a la verdad?
En las redes sociales, Karina Calmet tiene más de 570.000 seguidores. “La casa rosada” apenas supera los mil. A pesar de su vergonzoso desconocimiento, para centenares de miles de personas Calmet habrá tenido la última palabra en este debate. La ignorancia es atrevida, sobre todo si tiene ‘followers’.