"Cuánto bien nos ha hecho cuando hemos sido capaces de detener un despropósito, expulsar a un impresentable, recuperar nuestros derechos" (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
"Cuánto bien nos ha hecho cuando hemos sido capaces de detener un despropósito, expulsar a un impresentable, recuperar nuestros derechos" (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
Javier Díaz-Albertini

Por todos lados se está pidiendo calle. El presidente no quiere o no puede aprender a gobernar y el Parlamento es incapaz de fijar una agenda legislativa pensando en el país. Solo nos queda la sociedad civil, sea para terminar con el Gobierno incompetente y corrupto o para despachar un de chanchullos y componendas. Como en otras ocasiones en los últimos cinco años, se escucha el “que todos se vayan”.

La historia, sin embargo, nos enseña que no es tan sencillo. Una de las cosas más difíciles de predecir en las ciencias sociales es justo cuando la gente harta sale en forma masiva y decidida a zamaquear o derrocar el orden establecido. Por eso, los llamamos “movimientos sociales”, porque no son organizaciones con cronogramas y planes quinquenales, sino una energía social latente que toma cuerpo y forma ante ciertas coyunturas, siendo –a veces– capaz de cambiar radicalmente la dirección que toma la política en un país. Y, cuando sucede, la gente se queda atónita al ver cómo implosionó la Unión Soviética o se dio fin a dictaduras perennes durante la Primavera Árabe. Pero, cuando no, lamentamos tragedias como Tlatelolco o Tiananmén.

Sin embargo, obligado a consultar mi bola de cristal, puedo adelantar que la normalmente surge y tiene éxito cuando se cumplen tres condiciones básicas. Primero, debe existir un sentimiento profundo de indignación de carácter moral por parte de un grupo significativo de la ciudadanía. Segundo, es necesario construir identidades colectivas que claramente distingan a un “nosotros” de un “ellos”. Tercero, es indispensable el convencimiento de que los cambios sociales son posibles por medio de la acción colectiva. Así es como los ciudadanos salen a la calle esperanzados: tienen la convicción de que pueden modificar el ‘statu quo’.

De las tres condiciones, creo que solo se está cumpliendo la primera. Estamos hartos. Los políticos y sus organizaciones han reducido las opciones de nuestra triste democracia a vacar o disolver. Lo peor, como comenté hace más de dos años (“El pechar en los tiempos de cólera”, 12/06/2019), es que muchas veces no es más que un juego de pecheo. Es decir, ninguna de las partes realmente quiere modificar la situación que vivimos, sino sacar provecho de la falta de institucionalidad por cuatro años y medio más. Ganas de protestar no nos faltan.

Nos falta, sin embargo, constituirnos en un “nosotros”. La polarización ha mellado nuestra capacidad de marchar juntos. Después de una segunda vuelta electoral en la que la calle fue banalizada y prostituida, nos preocupa ser confundidos o engañados por uno de los bandos. La desconfianza siempre paraliza. De ahí que el “nosotros” tenga que surgir de la misma sociedad civil, no importa cuán gaseoso suene eso, porque solo basta que asome uno de los políticos o partidos en el escenario como para poner en duda la legitimidad de la protesta.

La tercera condición, el convencimiento de que el cambio vía la acción colectiva es posible, enfrenta un reto formidable. Si analizamos las principales movilizaciones de los últimos diez años, todas estaban orientadas a respaldar y fortalecer la institucionalidad democrática. No se quería patear el tablero, sino, por el contrario, que se respetaran las reglas de juego. Que se derogaran leyes lesivas para los jóvenes trabajadores, que la justicia funcionara ante la violencia de género, que se repusiera a los fiscales del equipo Lava Jato, que no se usara la vacancia para convertir al Estado en botín. Pero ya perdimos la expectativa de que el sistema funcione. El proceso electoral del 2021 y sus resultados hirieron fatalmente esa pequeña esperanza que nació en las calles en noviembre del 2020.

¿Qué nos queda entonces? Se me ocurren dos caminos. El más probable es seguir engañándonos con la idea de que el Perú funciona a pesar del caos, la anomia y la corrupción. Es decir, aceptar la mediocridad como destino.

El más deseable es reparar nuestra alicaída autoestima nacional y repetirnos –hasta el cansancio– que merecemos más y mejor. Y recordar para inspirarnos: cuánto bien nos ha hecho cuando hemos sido capaces de detener un despropósito, expulsar a un impresentable, recuperar nuestros derechos.