Carlos Contreras Carranza

Refiriéndose a Arequipa, el historiador Jorge Basadre la definió como una pistola apuntando al corazón de Lima. Una frase que ahora podríamos extender a prácticamente toda la región del . ¿Tiene algún fundamento histórico esta animosidad de la tierra de Melgar, Túpac Amaru, Juan Bustamante y José María Arguedas, contra la ciudad de los virreyes?

Ciertamente sí. Como en todo país centralista, el espíritu de reivindicación de las regiones frente a la capital será siempre natural y lógico, pero en el caso del sur la lista de agravios luce más larga y gorda cuando se hace una revista histórica de sus relaciones con el gobierno central. Al menos desde el siglo XVI, cuando ocurrió la invasión europea.

El primer agravio de envergadura fue el de la mita minera. Los colonos españoles montaron en la región del sur una economía basada en la producción de plata para su exportación a Europa. En lugares como Potosí, Oruro, Castrovirreyna y Caylloma abrieron socavones, construyeron ingenios de molienda y tinas de amalgamación para depurar los minerales con el mercurio aportado por las minas de Huancavelica. Pero ¿quién querría trabajar en esas punas heladas, dentro de socavones que en cualquier momento podían derrumbarse y con sustancias tóxicas como el mercurio?

En la Europa de aquel tiempo el trabajo minero era considerado un asunto de esclavos y presidiarios, de modo que no había hombre libre dispuesto a realizarlo. La solución a la que llegó el régimen de los virreyes fue la instauración del sistema de trabajo forzado de los indios, por turnos, que en quechua se conocía como “mit’a”. La población de 17 provincias de la actual Bolivia y de los departamentos peruanos de Puno y Cuzco resultó compulsada para concurrir un año de cada siete a Potosí, lo que también sucedió con otras 14 provincias en torno de Huancavelica.

Ganarse la vida como un obrero minero puede pasar hoy por normal y hasta deseable, dado que el salario minero suele ser mayor que el promedio. Pero en ese entonces significaba alejarse involuntariamente un largo tiempo del pueblo de residencia, por lo que en la memoria de la población quechua y aymara, la mita ancló como uno de los abusos más ominosos de la era colonial, al punto de que en la rebelión de Túpac Amaru su abolición fue una de las principales banderas. Historiadores de la economía, como Melissa Dell, han argumentado que en las provincias mitayas el gobierno colonial inhibió la aparición de haciendas y negocios que pudieran distraer a la mano de obra campesina, y que esta falta de élites terratenientes o mercantiles redujo las posibilidades de dichas provincias de atraer la inversión pública en los siglos XIX y XX en la forma de escuelas o caminos capaces de mejorar la educación de las personas y sus posibilidades de producción y comercio.

Un segundo agravio ocurrió con ocasión de la bonanza del salitre. Cuando, después del terremoto de 1868, este fertilizante descolló como una importante riqueza para la exportación, sirvió como catapulta para una nueva generación de empresarios del sur, uno de cuyos ejemplos podría ser don Guillermo Billinghurst. Pero sucedió que los empresarios de la capital, desplazados del negocio del guano por el contrato Dreyfus, vieron en la estatización del salitre la maniobra propicia para desalojar a los empresarios sureños de las salitreras (entre los empresarios también había muchos extranjeros, pero afincados en la región) y volver a tener entre sus manos un negocio suculento y de halagüeñas perspectivas (a diferencia del guano, que ya iba de bajada).

Sin embargo, la estatización de las salitreras, y, sobre todo, el intento de mantener el monopolio de los fertilizantes pactando una alianza con el gobierno de Bolivia, terminaron en el descalabro de la guerra con Chile y en la mutilación territorial más dolorosa que ha tenido nuestro país, que afectó sobre todo a la región del sur.

La declinación de la minería de la plata después de la independencia, complicada además por la creación de Bolivia, que fragmentó la región del sur, volviendo más difícil el comercio, fue parcialmente compensada con la exportación de lanas en el siglo XIX, para cuyo impulso se construyó el ferrocarril del sur, entre Mollendo y Puno. Pero con las lanas pasó lo que podría suceder ahora con el gas o el cobre: no alcanzó para inyectar dinamismo en la región, fuera de algunas fábricas textiles en Cuzco y Arequipa.

La debacle económica del sur se manifiesta en hechos objetivos, como su declinación demográfica. Al terminar el período colonial, la región del sur, entendida como las intendencias de Huancavelica, Huamanga, Cuzco y Puno, contenía a la mitad de la población del virreinato. En el último censo, el del 2017, los departamentos comprendidos en el territorio ocupado por dichas intendencias representaban ya menos de la quinta parte de la población.

Urge un programa de largo plazo para la recuperación económica del sur y, aunque podríamos concluir que sus manifestaciones de requieren de mejores formas, tampoco es que les falten motivos.

Carlos Contreras Carranza es historiador y profesor de la PUCP