No son los peores tiempos ni de la democracia ni de la economía peruana. Pero quizá sí nos encontramos en uno de los momentos de mayor decadencia. Cuesta pensar en momentos de la historia peruana donde haya habido mayor insignificancia entre los actores que marcan la agenda política y económica del país. Quizá no estemos bajo el peor gobierno ni Congreso de nuestra historia republicana. Pero no tendrían rivales que les disputaran el recodo de mediocridad e insignificancia en el que se han acomodado.
Hasta los personajes malévolos son arquetipos de filibusteros mediocres. El Perú del bicentenario no es un país tomado por un autócrata que haya destruido todo espacio de convivencia democrática después de aplicar un plan ambicioso de control de los organismos estatales. Es más bien un país en el que personajes grises, que representan con cada vez mayor irreverencia a sectores informales e ilegales han secuestrado el interés general.
Desde hace mucho tiempo existe la certeza que los actores políticos peruanos son más predecibles por los intereses patrimoniales que persiguen, que por el espectro ideológico en que militan. No es que la ideología haya desaparecido, pero no es el motor primero de la dinámica política peruana. Durante muchos años, los científicos sociales han dedicado mucho tiempo a analizar estas disfuncionalidades como la ausencia de partidos políticos y la proliferación de mercaderes de la política. Pero esa percepción de que el Estado y los políticos peruanos solo servían a ciertos intereses patrimoniales ha pasado en los últimos años a girar hacia la constatación de la captura del interés general para favorecer a los intereses de organizaciones criminales y de ciertos sectores informales.
Quienes celebran que se haya conseguido postergar el debate de la destitución de los miembros de la Junta Nacional de Justicia no advierten que es una victoria pírrica. Este mismo Congreso ha sido el que le abrió las puertas al transporte informal, se concedió a sí mismo un bono extraordinario sin ninguna justificación, ha sido incapaz de investigar los asesinatos durante las protestas ciudadanas contra el gobierno de Dina Boluarte a más de un año de perpetrarse mientras coquetea con la minería informal para seguirle abriendo las puertas en registros que serían temporales. Este irredento Congreso escogió un presidente con decenas de investigaciones fiscales, mientras una sólida mayoría de congresistas tiene carpetas fiscales abiertas bajo la sombra de gravísimas denuncias que rodean a la suspendida fiscal, Patricia Benavides, por supuestamente negociar el intercambio de impunidad a cambio de protección en el Parlamento.
Otros Congresos al menos por impudicia hubieran retrocedido ante medidas tan descaradamente impopulares, pero nuestros legisladores ni se ruborizan. La opinión pública de la derecha más cavernaria imagina sofisticadas coordinaciones colectivas en un país en el que es más fácil explicar los fracasos de los asaltos a la democracia peruana desde la propia mediocridad de los actores políticos antes que desde maquiavélicas repartijas de poder. La democracia peruana sobrevive también por la inexperiencia de quienes buscan hacerle daño. Sus arreglos subrepticios son tan desprolijos que, en vísperas de una operación fiscal ambiciosa que los amenaza, se amanecen en sus oficinas intentando desaparecer evidencias, firmando resoluciones de destitución descaradamente dirigidas que solo consiguen consolidar la certeza de que los descubrieron con las manos en la masa.
Uno de los riesgos de esta decadencia política peruana es su carácter metastásico. A diferencia de la captura autoritaria que permite distinguir a amigos y enemigos de la democracia de forma clarividente, el secuestro contemporáneo del interés público avanza silenciosamente capturando tejidos que se creían sanos. Tan decadentes son estos tiempos recios que las dudas también se han cernido sobre el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), que durante mucho tiempo era garantía de certeza y predictibilidad. Si el MEF comienza a jugar a la criollada para cumplir las reglas fiscales, entonces hay tejidos sanos invadidos por la decadencia.
Pero la mediocridad de los personajes que han secuestrado el interés público puede ser incluso más dañina que el mal proferido por formidables autócratas populistas. Siquiera el populista busca satisfacer ciertos aspectos del interés general para sobrevivir políticamente. El problema de los políticos ínfimos como los de la decadencia peruana es que no le responden a nadie más que a sus prebendas. No tienen lealtades ideológicas, tienen arreglos que juegan en los márgenes del crimen organizado y las mafias. Bienvenidos a la era de la ‘crimino-politización’.