Si el voto era el medio para producir la representación, ahora puede ser el medio para la propagación del COVID-19. Algo así parece traducirse de la terrible relación entre elecciones y pandemia que produce contagios y mata. Lo que antes era inamovible, ahora no lo es. Nos enfrentamos a una dura realidad en la que países e instituciones deben ofrecer caminos menos riesgosos para los ciudadanos.
Uno de los eventos inamovibles era la fecha de las elecciones, que parecía escrita sobre piedra. Alrededor de esta se organizaba todo y era el punto de llegada de un proceso con etapas cancelatorias, trazando un camino por el que los candidatos compiten por el poder. Pero la pandemia no respeta normas ni tradiciones. Es por eso que en más de media centena de países se han postergado las fechas de las elecciones. Detrás de la postergación está la idea inequívoca de que la jornada electoral –millones de personas reunidas por algunas horas en locales de votación– desataría más contagios que cualquier otro evento. Es más, el temor al contagio llevaría a un incremento del ausentismo, que es una fuerza contraria a la necesaria dosis de participación que oxigena la legitimidad de origen del cargo electivo.
En algunos casos, medidas como el aseo, la distancia social y el uso de mascarillas, sumadas a bajar el número de electores por locales, entre otras acciones, pueden ser insuficientes, por lo que se considera postergar elecciones, como ha ocurrido en Bolivia o Nueva Zelanda –país que es considerado ejemplo de éxito en la lucha contra el coronavirus pero que ha tenido que postergar las elecciones programadas para setiembre–. Pero la postergación no es una medida que se toma con tanta anticipación, como en nuestro caso, cuando aún faltan poco menos de ocho meses para la elección.
En consecuencia, se discuten medidas alternas que no pueden esperar tanto tiempo por un tema de planificación y presupuesto. Pero cualquier medida adquiere siempre una connotación política, porque lo que está en juego es el poder. Por ejemplo, en Estados Unidos, el voto por correo, usado desde hace mucho tiempo, es criticado severamente por Donald Trump, que llega incluso a insinuar la posibilidad de un fraude. El voto por correo es una modalidad a distancia que, para la elección de noviembre, iba a ser muy utilizado por permitir, no solo votar desde cualquier lugar, sino porque ofrece la seguridad sanitaria que el presencial no produce. Trump se opone porque se incrementa la participación, que tiene más rostro demócrata, evitando aumentar el presupuesto.
El voto a distancia ha renovado también el interés por el voto electrónico por Internet, pues el voto electrónico presencial, si bien se ha ampliado lentamente en algunos países, tiene el mismo problema del manual, en términos de seguridad sanitaria. El no presencial, es decir, el que se realiza a través de Internet, aparece como una alternativa. Pero la seducción que puede despertar el uso de la tecnología choca con la enraizada desconfianza sobre cualquier otra modalidad que no sea la manual. El temor al fraude electrónico es muy extendido. Curiosamente, en otros campos de la vida hay un tráfico intenso de información, documentos, imágenes y dinero, muchos de los cuales requieren dispositivos de seguridad que se van mejorando constantemente.
En el campo de las elecciones eso no ha ocurrido o ha ocurrido poco. Estonia es el único país que ha realizado elecciones por esta modalidad. Sin embargo, si bien han avanzado a través del voto por Internet, lo cierto es que han votado el año pasado menos de 300 mil personas.
En el Perú, solo se ha permitido en las elecciones internas de los partidos, pero sujeto a que lo aprueben sus respectivas autoridades. Esta modalidad es posible si se toma la decisión con anticipación para que la ONPE pueda tener tiempo de auditar los procedimientos necesarios para su aplicación. Igual camino está trazando Panamá. La pandemia obliga a tomar medidas de urgencia para salvar las elecciones. Tomar decisiones sobre el voto a distancia es parte de esa urgencia.