En su más reciente columna, “Ucrania y las palabras que llevaron al asesinato masivo”, Anne Applebaum nos recuerda la propaganda soviética que precedió al brutal exterminio de los kulak, campesinos poseedores de más de 8 hectáreas de tierra en las postrimerías del Imperio ruso. Descritos como simples “saboteadores”, fue su laboriosidad además de individualismo y “extrema riqueza” lo que, según los áulicos del totalitarismo, impedía la utopía del proletariado soviético. Los kulak debían desaparecer del mapa, aplastados como moscas y su comida dada a los trabajadores de las ciudades. En ese sentido, el proceso de deshumanización de “los enemigos de clase” (aquellos robados primero del fruto de su esfuerzo y después de sus vidas) fue el preludio de un genocidio, puesto en marcha con precisión.
Applebaum presenta una serie de fuentes que evidencian que la “necesidad histórica” y el “deber revolucionario” dejó de lado cualquier rasgo de piedad con hombres, mujeres y niños. “Basura kulak” fue el grito de guerra de una burocracia fanatizada que luego de destruir lo poco que les quedaba, procedió a vejarlos, humillarlos y asesinarlos a sangre fría. Y si bien, varias décadas después, el “glasnost” trajo a la luz este capítulo negro de la historia rusa, el genocidio, encabezado por Iósif Stalin, fue muy pronto olvidado y los museos, para fijar el recuerdo de la violencia extrema, cerrados o dejados a su suerte.
Con una historia cercenada y una prensa puesta al servicio de un régimen, heredero del autoritarismo del pasado y ahora en manos de un exespía de la KGB –Vladimir Putin–, la deshumanización del “otro enemigo” es pan de cada día en Rusia, con el beneplácito e indiferencia de una buena parte de la población. La que todavía no cree lo que diariamente ocurre en Ucrania. Applebaum subraya que, tanto en la prensa controlada por el Estado ruso como en las redes, prevalece el discurso del amigo-enemigo, y a este último le espera el aniquilamiento, sea físico o simbólico. Para Putin, quien al parecer sufre de una enfermedad neurológica que le impide pensar con claridad, Ucrania es “un país falso, sin legitimidad” y además genocida por naturaleza. Mientras miles de fotografías y videos dan cuenta de ciudades, antes florecientes hoy bombardeadas, familias destruidas y millones de mujeres y niños saliendo al exilio mientras sus padres se quedan luchando por esa nación que se supone inexistente.
Teniendo en consideración los testimonios de las víctimas, entre ellas decenas de mujeres ucranianas violadas en manada por soldados rusos, Applebaum afirma que, si bien la violencia verbal y el comportamiento genocida no es automático y menos predecible, todos los genocidios están precedidos de un discurso de odio como el que ha ido deslizándose respecto a los “despreciables ucranianos”. Y de esa bipolaridad, con tintes racistas, muy pocas naciones se escapan. Quién no recuerda el discurso en clave fundacional de Abimael Guzmán, junto con su visión del mundo donde la vida carecía absolutamente de valor. Porque en su esquema mental lo único real era conquistar el poder, sin importar que en el camino se machetearan poblaciones enteras o se colgaran animales muertos en las principales calles de Lima para anunciar la llegada de la revolución salvadora, que liberaría al Perú de todos sus problemas, refundándolo.
Esta semana hemos sido testigos de una violencia verbal, además de física, fuera de control. Desde el escalofriante recuento de Sebastián Palacín hijo y nieto de un par de señorones ligados al gobierno de turno –lo que preocupa debido a que sus delitos (el más flagrante de abuso animal) pueden quedar impunes–, hasta los enfrentamientos en Las Bambas –que siguen añadiendo muertos y heridos a un régimen que en teoría prometió defender los derechos del pueblo y no hace más que proseguir con las políticas demenciales de un Estado a la deriva–.
Esto ha derivado en una situación en la que nadie se escapa de la polarización extrema –a mí me tildaron hace un par de días de miserable y alguien colgó mi foto en las redes diciendo que por suerte era vieja y pronto desaparecería del mapa– y los recientes escraches en lugares públicos –como en las afueras de la Librería El Virrey– muestran la dimensión del problema.
Ante ello solo queda volver a la palabra sanadora y a la razón. Negarse a entrar al juego de los violentistas y encontrar caminos para un diálogo constructivo es lo que queda para los que aún tenemos esperanza en una república justa, cuyo único objetivo sea el bienestar general.