Después de ocho horas congelándome en el avión, con la vejiga reventando, la alergia que ha convertido mi nariz en un gotero, mi hija mayor diciéndome su lista de regalos, mi hijo menor berreando de hambre y mi esposa con la teta al aire tratando de tranquilizarlo, hemos llegado al aeropuerto JFK de Nueva York (NY).
Tres vuelos han llegado a la misma hora y nosotros vamos al último. “Haz algo”, me dice Carlita con ese tono que me hace sentir que yo soy el hombre de la casa. Apelo a “el mejor amigo de un peruano en un aeropuerto es otro peruano”. Veo a un patita con polo de Alianza Lima, hacemos contacto visual, nos saludamos y voy a su encuentro como si se tratara de hermanos que no se ven hace 20 años. El pata se emociona hasta las lágrimas, me cuenta que me ve todas las noches, que me escucha por la radio, que me lee en la revista y que ha ido a todos mis shows. Haciéndome el idiota, llamo a toda mi manada y como quien no quiere la cosa ya estamos a diez personas de la ventanilla.
Acto seguido, como si se activará una alarma, una agente uniformada con tono de voz enérgica me dice un rosario de palabras que no entiendo y me quita el pasaporte. Me comienzo a morir de miedo, porque en gringolandia te meten preso por cualquier cosa. La señora revisa mis documentos, levanta la mirada, pide que me saque la gorrita y dice: “¿Eres Carlos Galdós? ¡Yo veo tu programa por Cadena Sur!”. Acto seguido, con esa generosidad de compatriota, me saca de la fila, abre una línea especial para mí y todos los que me acompañan y somos los primeros en pasar migraciones. Mi nuevo amigo aliancista también se emociona, pero como él no es de mi familia, caballero nomás, lo mandan al fondo. La conciudadana se llama Carmen, es de La Victoria, (“de México con Aviación para ser más exactos”), hace 15 años está en NY, llegó como ilegal, se casó, sacó la residencia y ahora gracias a todo ese esfuerzo sus hijos en Lima pueden ir a la universidad. “Este país te permite progresar si te esfuerzas, pero extraño demasiado a mi familia. Termino de pagarles los estudios y me regreso”. Me da un beso y un abrazo fuerte y yo me quedo con el corazón arrugado.
Aquí, en gringolandia, la gaseosa nunca se acaba. Tal es mi emoción que no dejo de pararme una y otra vez por el refill y de paso lleno también mi tomatodo antes de seguir caminando por la Quinta Avenida. Antes de retirarme del local se me acerca el empleado del mes y me dice: “Tú eres peruano, ¿verdad?”. “Seguro ya me reconoció”, pienso. “Me di cuenta porque no paraste de servirte gaseosa todo el tiempo”, me dice entre risas. Se llama Javier y es de San Juan de Lurigancho. Así como quien no quiere la cosa, terminé escuchando a un ex convicto. “He estado dos veces en Lurigancho hasta que nació mi hijo y me planté. Vine aquí pasando por la frontera y me va bien. Ni loco regreso a Perú. Están matando a mucha gente de mi barrio. Estoy esperando que me salgan los papeles y me traigo a mi familia. Los extraño demasiado”. El nudo en la garganta que me dejó su testimonio me quitó la sed.
El taxista me pregunta sabe Dios qué y yo en mi inglés masticado le digo que voy a sabe Dios dónde. Atino a darle las entradas para la ópera, hace una pausa, sonríe y me dice: “¡Galdós, qué haces aquí!”. Él no es adivino. Solo leyó mi nombre en la hoja que le di. Después del terremoto de Pisco, vino a trabajar a NY, también extraña a su familia y vive mejor aquí que en Perú, pero se quiere regresar cuanto antes.
Saquen ustedes la moraleja. Yo solo quiero desearles Feliz Navidad a todos los que, como a ellos, hoy se les extrañará en la mesa familiar.
Esta columna fue publicada el 24 de diciembre del 2016 en la revista Somos.